Santiago a Mil repone "Ricardo III, El príncipe contrahecho", un breve texto poético de Juan Radrigán que opera como un epílogo imaginario de la tragedia histórica de William Shakespeare, estrenado y exhibido la temporada antepasada. Es una de las últimas obras del gran dramaturgo, escrita cuando ya se le había diagnosticado el cáncer del que falleció en 2016, a los 79 años, que entregó a Rodrigo Pérez para que la pusiera en escena. La simbiosis artística de Radrigán y el destacado director fue larga y estrecha: este debe ser el texto número 15 o 16 que Pérez monta del laureado autor, lo que le da carácter de especialista en su dramaturgia. Condujo también la puesta de la otra reescritura del chileno a partir del Cisne de Avon, "La tempestad", en 2015.
Este unipersonal despliega en primera instancia una concentrada revisión del abyecto y deforme personaje creado por Shakespeare a fines de 1500, capaz de las más siniestras y crueles traiciones y asesinatos, con tal de ser rey. Lo vemos herido mortalmente tras la derrota en batalla, en ese solitario lugar sin nombre que precede la muerte, sin saber dónde está, repasando jirones de su vida en un desesperado intento por hallarle a esta un sentido más allá de su desmedida ambición de poder. Lo notable es que en este enfoque, Ricardo no es el monstruo sanguinario que nos habituamos a reconocer. Sin ánimo de justificarlo, Radrigán busca escudriñar en su humanidad posible, aunque ella esté muy al fondo. Él sabe que cometió errores e hizo cosas horribles porque quizás las circunstancias le impidieron obrar de otra manera.
El bello texto, con su intenso aliento lírico y aire caviloso, tiene otra lectura posible, más profunda. Al término del camino que no va a ninguna parte, Radrigán aquí se identifica con su antihéroe y siempre en clave, pero con discreción, enfrenta sus contradicciones, reflexiona sobre aquello que debió dar y no dio (empezando, desde luego, por el amor), acerca de lo que pudo hacer y no hizo, sus dudas y renuncios. Aborda temas constantes suyos, como la marginalidad, el poder y su abuso, la injusticia, la culpa y la impunidad, el perdón y la muerte, desde una perspectiva distinta; y con un giro estremecedoramente personal celebra acá tal vez su propio juicio póstumo.
Todos los materiales de esta poética teatral e íntima resultan nobles y a la altura de su cometido. Sin duda lo son la puesta, que en 50 minutos, con recursos sobrios y despojados, logra imprimir un tono conceptual y al mismo tiempo una atmósfera cargada de desolación y extrañeza (espacios y luces de Catalina Devia, vestuario de Loreto Monsalve); y la vibrante actuación de Cristián Carvajal, que con su voz bien timbrada da sugerencia y sonoridad a las palabras.
Teatro del Puente, a las 21:30 horas. Hoy, última función.