El gran protagonista de 2018 fue el feminismo, que puso en jaque algunos de los rasgos más hirientes del orden patriarcal, como la violencia, la discriminación y la desigualdad. Las convulsiones culturales de esta magnitud, sin embargo, nunca se despliegan sin reacciones que buscan contradecirlas. Se aprecia, por ejemplo, en el resentimiento de los hombres de la vieja clase trabajadora industrial estadounidense y europea que, sumidos en el desconcierto ante un mundo que se hunde bajo sus pies, son capturados por el discurso nostálgico de la ultraderecha. Pero por debajo hay otra tendencia digna de atención, que viene de antes, y que podría estar en la base de muchas tensiones que sacuden a la sociedad actual: la evaporación de la figura del Padre. Es el tema que aborda el psicoanalista Massimo Recalcati (Milán, 1959) en su libro "¿Qué queda del Padre?".
El autor parte por recordar el rol que Freud imputa al Padre: hacer valer la ley de la interdicción del incesto, pacto sobre el que se levanta la sociedad humana. Esto exige separar al hijo de su madre, acto traumático que sin embargo le permite salir del pantano indiferenciado del goce en la simbiosis con la madre y aventurarse hacia la asunción singular de su propio deseo. Para que haya un individuo movido por el deseo, por ende, es necesario que haya ley, la cual define, prohíbe y sanciona lo imposible, esto es, el goce incestuoso. Sin ley no hay experiencia del límite, y el individuo se desliza fatalmente hacia un goce de muerte, como esos desoladores personajes de Lucia Berlin. La Ley -y de paso el Padre- no es una amenaza, sino una condición del deseo.
Pero no hay ley sin conflicto. "Si no hay obstáculo, barrera, alteridad, no hay formación, transmisión, deseo". El conflicto permite el reconocimiento del Otro, y por lo mismo es virtuoso. Lo perverso es la negación del conflicto, que conduce inevitablemente a la violencia, a la destrucción del Otro. El Padre debe saber soportar el conflicto; lo mismo las generaciones pasadas frente a las actuales.
Como se indicó, no hay Ley sin Padre. No necesariamente un padre real, físico, biológico. El Padre es una figura simbólica que puede tomar diversas formas. El autor cita a Lacan: "cualquier cosa puede poner en práctica la función paterna".
Nuestro tiempo, dice Recalcati, se caracteriza por el ocaso de la figura del padre. Se observa en la familia, donde "ya no son los hijos los que piden ser reconocidos por los padres, sino que son los padres los que piden ser reconocidos por sus hijos". Sigue en la relación entre generaciones, donde la herencia, en lugar de ser un patrimonio a cuidar y transmitir, se ha transformado en un fardo del que hay que desembarazarse para liberarse de todo límite y de todo encuadramiento del porvenir. Esto va a la par con el derrumbe de instituciones que tradicionalmente cumplieron con la función paterna: familias, iglesias, Estados, partidos, sindicatos.
La evaporación del Padre genera en los jóvenes un malestar diferente al de otras épocas. Este no brota del conflicto entre pulsión y cultura, entre imaginación y realidad, entre utopía y orden, en fin, entre hijos y padres, sino de la dificultad de acceder a la experiencia del deseo. La ausencia de límites y de prohibiciones simbólicas, en efecto, desemboca en ese infierno que es la búsqueda de la satisfacción inmediata, el goce y la excitación sin límites, el culto narcisista del yo y la indiferencia cínica hacia las normas sociales.
Pero el Padre siempre reaparece, aunque bajo formas pervertidas, malignas. Nos lo recuerdan las estampas de Hitler, Stalin o del mismo Pinochet, que encarnaron la Ley frente a un goce caótico que para algunos podía devenir destructivo. Lo mismo representan hoy Putin, Bolsonaro, Salvini, y el mismo Trump. Una figura parecida podría surgir en Chile si no elaboramos la fantasía de acabar con la figura del Padre.