Al cabo de los años y las décadas, hoy es posible percibir un legado de debilitamiento generalizado, no solo de Bachelet, sino de la Concertación en general e incluso de Piñera I. Lo que pasa en el país en este momento no es herencia de tal o cual gestión. Es el resultado de una tendencia a la que han contribuido todos los gobiernos, puntos más o puntos menos. Y esta se manifiesta en los más diversos ámbitos. Se trata de una deficiencia continuada en la actividad gubernativa, la que siempre se ha disimulado con pretendidos perfeccionamientos democráticos, de justicia social o crecimiento económico.
Vemos demagogia, como la rebaja de sueldo a los cargos superiores de gobierno, que afecta también al Poder Judicial y la Contraloría, restringiendo su autonomía y capacidad; ataque al Tribunal Constitucional y agresión a su presidente; problemas con las cifras que entrega el Instituto Nacional de Estadísticas; violencia laboral como la que se vio en el puerto de Valparaíso; debilitamiento institucional para desarrollar actividades económicas; problemas en Carabineros y en el Ejército; desorden en materias de inmigración; inseguridad ciudadana; violencia desafiante en La Araucanía; salud pública caótica. Son solo algunos de los problemas.
La magnitud e intensidad de estos muestra que ya no basta con tal o cual solución puntual para cada uno de ellos, porque no es suficiente. En su conjunto manifiestan un maleamiento generalizado del país que aflora en esta diversidad de casos, y en la violencia directa con que algunos actúan para incidir en la vida del país y el diseño de su futuro. Más allá de las soluciones específicas que requieren, ha llegado el momento de apuntar a una gran política global que reordene y aclare las metas y objetivos a conseguir, y los caminos posibles o tolerables para ello.
Detrás de todo esto se manifiesta la sombra omnipresente de las políticas socialistas, que a la corta o a la larga han destruido países como Cuba, Venezuela y Nicaragua, o los han retrasado notablemente, como es el caso del resto de nuestro continente, incluyéndonos a nosotros.
El papel del Estado no radica en una suma de políticas específicas, sino en facilitar la acción de las personas para que con su actividad constante desarrollen círculos virtuosos para el mejoramiento general. Los gobiernos débiles y tolerantes, que esconden su incapacidad con el palabrerío fácil, son la antítesis de lo que necesita una sociedad vigorosa para conquistar el futuro día a día.