Cuando hace unos años vi "La once", de Maite Alberdi, pensé en un primer momento que el guionista de la película era impresionantemente eficaz. Por cierto, se trataba de un espejismo de la distracción, ya que no había guion ni actores, sino participantes reales, señoras que ponían en escena sus conversaciones reales. No había, por tanto, ficción. El relato, la tensión, el contexto de esos diálogos, estaban dados por el montaje.
Por cierto, la obra tiene algo de hipnótico. No habiendo en ella señuelos para captar la atención, uno termina cautivado por los destinos transferidos, por las personalidades encontradas, por las expresiones y las intenciones de las miradas. Y por el tiempo, siempre inexorable y frecuentemente oxidable.
La oralidad es una de las categorías más complicadas de los textos literarios. La complicación nace del hecho de que al leer un texto esperamos, evidentemente, que alguien nos "hable", pero no del modo en que esto sucede en las conversaciones cotidianas. Pareciera que el tipo de naturalidad que vuelve a un texto transparente y fluido acepta ciertos "ripios" de la escritura, giros, expresiones, incluso subentendidos que no pertenecen a la articulación espontánea con que nos comunicamos en las esquinas (con lo que quiero decir la calle, la realidad, lo que no está fuera de la página impresa).
He visto alguna vez textos que, por evitar el empaquetamiento, introducen frases coloquiales, o palabras de uso de los jóvenes, que suenan -en el texto, no en la vida- de manera estruendosa y producen en los lectores la desagradable sensación de la vergüenza ajena. Yo creo que este fenómeno se da porque -como observa Pero Grullo- las frases espontáneas se rigen por las leyes de lo espontáneo. O sea que para impostarlas hay que ser un artista del disfraz, cosa que casi nadie es.
Existe el fenómeno opuesto, el de querer subirle el pelo a un objeto mediante la expresión técnica o administrativa que lo designa. Esto pasa a cada rato en la televisión, donde las casas son inmuebles, los colegios son planteles y los doctores son facultativos. En alguna parte he mencionado ese radioteatro de los años setenta donde uno de los personajes -un hombre correcto, bueno, extremadamente formal- le dice a su novia o polola, con quien planea un futuro en común: "Querida, te compraré un bien raíz".
La escritura es un hecho de la mayor extrañeza, tan rara como los procesos de acoplamiento, de división, que podemos observar por microscopios y telescopios. Uno sostiene una linealidad de trazos convencionales, visibles y mudos, de los que puede inferir su sonido aun sin pronunciar palabra. Y luego constata que de algunas zonas de esta línea se desprenden unidades aun más abstractas: sentidos provisionales, sentidos flotantes, sentidos disponibles.