El lector advertido me corregirá: el título de la última novela del gran e injustamente olvidado Gonzalo Torrente Ballester es Quizás nos lleve el viento al infinito. Un gallego "profesional" y un escritor de alcance mundial. Ojalá nos lleve el viento al infinito, en este caso como un deseo y no como una posibilidad, tiene que ver no con navíos en misiones secretas, espías y científicos, que es lo que se trama en la trama de Torrente Ballester, sino con el mucho más pedestre fin de año. Fin de año de a pie. Fin de año para caminantes de este mundo y el otro. Quizás sea este el período del año en el que todos nos sentimos, o nos queremos sentir, llenos de fraternidad y de buenos deseos. Nos enviamos mensajes, nos saludamos, nos acordamos los unos de los otros, incluso si no nos acordamos nunca durante el resto del año, pero en estos días somos buenos, compasivos, humanos. "Frères humains/ qui après nous vivez/ ayez pitié de nous" ("Hermanos humanos/ que después de nosotros vivís/ tened piedad de nosotros), escribe François Villon, uno de los más grandes poetas de la Edad Media.

Y a propósito de buenos deseos, ¿qué desearía yo que nos deparara el 2019 a nosotros, los "hermanos humanos" de acá, o sea, de la "larga y angosta faja"? Si tuviera que elegir un tema, si tuviera que "ponerles un tema" a mis "hermanos humanos" de Chile, diría que hay uno para el que "Se está haciendo cada vez más tarde". Otro título, esta vez del genial Antonio Tabucchi, el italiano afincado sentimentalmente en Portugal. Digamos que más que un tema es un sueño. Tengo un sueño, sí. Y no se vaya a pensar que me estoy comparando con Martin Luther King, por favor, faltaba más. Pero ocurre que como ya estoy entrando en la edad media tardía puedo albergar un sueño para las generaciones jóvenes. Ese sueño tiene que ver con la formación humanista y, particularmente, con la formación literaria, que puede llegar a ser una deformación, o sea un vicio. Ese vicio es el de la lectura.

No voy a insistir aquí en lo que ya ha sido dicho hasta la saciedad: que el relato es la única forma de organizar y conferirle sentido a nuestra experiencia temporal, como plantea Ricoeur, de donde se sigue que la literatura y en especial la narrativa no solo vehicula significados intelectuales, sino que es una experiencia significante, una manera de comprenderse, comprendiendo el mundo de otros. Tampoco es necesario insistir en el hecho de que la identidad, como escribe Luz Aurora Pimentel, no es un retrato, sino un relato y que por lo tanto no hay identidad sino narrada y en este sentido la narrativa, de nuevo con Ricoeur, "puede incluir el cambio, la mutabilidad, en la cohesión de una vida".

Y aquí vengo al hueso del asunto: no hay campaña de fomento de la lectura que sea eficaz, que pueda prender e inocular el vicio de la lectura, si no existe formación literaria en la educación básica y media. Una campaña de fomento de la lectura -con burros, con maletines, con bibliobuses o con obuses- aplicada a una población que no ha tenido prácticamente ninguna frecuentación con la literatura en su formación escolar es como arar en el mar, una solución de parche, una política destinada de antemano al fracaso. De ahí mi sueño: que la élite de este país comprenda que no hay desarrollo posible con una población mayormente iletrada, que no abre nunca un libro, que no comprende el mundo, que toda política de fomento de la lectura es un paliativo y no una herramienta de transformación social, que esa herramienta solo es posible construirla en el ámbito de la escolaridad.

Pero quizás esto no tiene mayor importancia; hay, sin duda, problemas mucho más acuciantes, concretos, evidentes. Y a lo mejor estamos bien así, "somos felices" así, no hay que preocuparse, seremos dentro de cinco o diez o cien años un país desarrollado. Por eso, ojalá nos lleve el viento al infinito.