El hombre de tiza, primera novela de la autora inglesa C. J. Tudor, ha recibido una recepción triunfal por parte de la crítica en su país y de inmediato ha sido traducida a diversos idiomas. Es comprensible porque Tudor escribe muy bien, crea una intriga fácil de seguir, aunque a la vez compleja, es sofisticada sin pedantería y al mismo tiempo resulta sencilla y coloquial. Así, construye una historia imposible de dejar, una historia que es más de terror que policíaca, con personajes misteriosos, hechos escalofriantes, secretos en una pequeña ciudad y sorpresas hasta la última página. En ese sentido, Tudor recobra la tradición de Agatha Christie, P.D. James o Ruth Rendell, otorgándole un clima nuevo, el de fines del siglo pasado y comienzos del actual.
La acción de
El hombre de tiza transcurre entre los años 1986 y 2016, y cada capítulo, excepto los finales, en los que estamos sumergidos en el aquí y el ahora, está encabezado por esas fechas. Y los sucesos tienen lugar en la imaginaria aldea de Anderbury, en el sur de Gran Bretaña, un sitio donde todos se conocen, todos parecen tener cuentas pendientes el uno con el otro y todos esconden, según el decir chileno, una hachita que afilar. En verdad, Anderbury es un enclave al que puede muy bien aplicársele el refrán "pueblo chico, infierno grande", si bien, en el caso de esta obra, mejor sería afirmar que Tudor nos zambulle, desde el principio hasta el turbador desenlace en lo que, hace un tiempo, se llamó un pueblo sin compasión.
El protagonista y narrador es Ed, chico que cursa la enseñanza media, hijo de una doctora especialista en obstetricia que efectúa abortos legales, y de un padre que sueña con convertirse en novelista. Ed forma parte de una pandilla de amigos inseparables, que son Mickey, David, Gavin el gordo, Nicky y él mismo. Como es típico de niños de poca edad, les gusta fanfarronear, reírse de los mayores, en especial profesores y padres, hacer diabluras: el propio Ed es cleptómano y cada uno de sus compinches exhibe propensiones poco santas. A propósito de santidad, Nicky es hija del Reverendo Martin, un pastor anglicano, del cual, desde el preciso momento en que irrumpe en escena, sabemos que es un abusador sexual, un gazmoño redomado, un fanático que usa la Biblia para justificar lo que hace y hacer lo que quiere. De esta manera, nos enteramos enseguida que ha dejado embarazada a Hannah, hija del agente uniformado Thomas y que de ninguna forma está dispuesto a hacerse cargo de la criatura que engendró.
Pero en Anderbury pasan muchas cosas más: la llegada del carismático docente Holloran, complicado sujeto que atrae especialmente a Ed; la formación de un movimiento provida dirigido por Martin, que luego evolucionará hacia causas ecológicas, veganas o modelos de coexistir alternativos; la irrupción masiva de turistas norteamericanos que descubren la belleza de la campiña más allá de Londres; la instalación de una guarida en el bosque a cargo de la patota de Ed, cuyo máximo dirigente es Gavin el gordo. Allí son sorprendidos por varios matones, entre los que resalta Sean, el hermano mayor de David. De súbito, Sean muere ahogado en el correntoso río local al intentar recuperar su bicicleta, que le ha sido robada por un desconocido; no obstante, más tarde sabremos quién es. El accidente, asimismo, puede ser lo que parece, aun cuando en el futuro, para Ed pudo haber constituido un asesinato.
En lo sucesivo, la idílica villa que es Anderbury se transforma en un nido de avispas y un reguero de cadáveres, de lisiados, de mutilados, de suicidados o de hombres y mujeres gravemente dañados en su integridad física y psíquica, quienes pasan a ser, en gran medida, los protagonistas de
El hombre de tiza. Al darle solo la palabra a Ed en primera persona, Tudor pretende que le creamos, aun cuando esta sea una mera estratagema de su diabólica inventiva: aparte de vivir hurtando siempre que puede, Ed es mentiroso, confunde las cosas, en apariencia acepta el rol secundario que posee en el colegio, por más que salga mucho más competitivo de lo que cree. Y enreda el pasado y el presente, de modo que las tres décadas que abarca el relato suelen fundirse en un solo instante o en un lapso inferior a una hora. Con todo, esta visión, al parecer unilateral, es otra argucia de Tudor, quien hace hablar a más de una veintena de caracteres y entrega un panorama sombrío, trágico, muy violento de esas tinieblas a puerta cerrada que son Anderbury.
El hombre de tiza, ya lo sugerimos, es una ficción de enigmas y de suspenso insoportable, tan bien elaborada, que obviamente pasamos por alto ciertas fallas menores: demasiadas casualidades; quizá superabundancia de episodios muy sangrientos, muy horrendos, muy truculentos; excesivos encuentros fortuitos; algo de implausibilidad en la circunstancia de que todos, absolutamente todos saben la vida de los demás de pe a pa. Una narración de esta especie siempre termina por mostrar cabos sueltos y Tudor, por medio de Ed, es suficientemente honesta como para asumirlo a lo largo de la trama.
El hombre de tiza, sin que nos demos cuenta, entrega una visión de los hábitos arraigados, de los prejuicios ancestrales, de las modas, de la música, de la moral y los principios de la gente de clase media, de los frágiles valores que sustentan a ese grupo social, en fin, de los dichos y de cuanto se hace en una de las naciones presuntamente más civilizadas del mundo, o sea, el Reino Unido. No es un logro menor para un debut literario.