En el evangelio de hoy hay varias preguntas: la primera la hace San Juan Bautista a Jesús desde la cárcel través de sus discípulos: "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?" (Mateo 11, 3). El Señor hace considerar a los seguidores del Bautista que, ante sus ojos, se han realizado los signos o milagros que los antiguos profetas habían anunciado como propios del Mesías y de su Reino: "Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados" (Mateo 11, 5).
El Señor, después de reiterar las preguntas, afirma: "Este es de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti" (Mateo 11, 10). Jesús se está refiriendo a Juan el Bautista, del que Isaías había profetizado ocho siglos antes: "Una voz clama en el desierto: ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!" (Isaías, 40, 3).
"Señor" es un término hebreo exclusivo de Dios. Si los milagros daban testimonio de su divinidad, verdaderamente Dios se había hecho hombre, perfecto hombre, semejante en todo a nosotros menos en el pecado.
Pero, ¿por qué el pueblo de Israel lo estaba esperando con tanta ilusión y ansiedad?: "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?" (Mateo 11, 3). Después de dos mil años del acontecimiento en Belén, nosotros nos hacemos otras preguntas: ¿Qué lo trae a la Tierra? ¿Ha venido a descansar? ¿Se aburrió en el Cielo? ¿Quiere conocer nuestros hogares?
El pueblo de Israel sabía a quién esperaba y por qué: no es la espera de un taxi ni de un resultado médico. Es más bien la urgente necesidad de un trasplante de órganos vitales: el enfermo espera a una persona generosa, su muerte lo beneficia porque lo salva, su muerte le da vida.
Así vamos entendiendo por qué el Adviento es tiempo de penitencia, por qué en estas semanas no rezamos el Gloria en la Eucaristía... Porque la gloria será fruto de la Cruz: este Niño que no entrega solo un órgano, sino toda su vida, dejando que sacrifiquen su cuerpo, dando hasta la última gota de su sangre para salvarnos.
El nacimiento de este Niño forma parte de un plan de redención, donde Él es el Salvador. La historia del pesebre tiene sus raíces en el relato del Génesis. El cardenal Ratzinger comentaba que si los textos de catequesis comienzan con Abraham, no tenemos respuesta real y teológica para el nacimiento de Jesús y menos para su muerte en la Cruz.
El relato del Génesis nos muestra ese amor de predilección de Dios que, creando al primer hombre y a la primera mujer a su imagen y semejanza, los hace también hijos suyos. Se desvive por ellos, está con ellos, conversa con ellos y les da la libertad para que lo amen con todo su corazón, y por él, a sus hermanos.
Será el pecado de nuestros primeros padres lo que va a torcer el rumbo de la historia. Dios, a pesar del no de sus hijos, les promete un Salvador, su propio Hijo. ¿Y en qué consiste esa salvación? Restituir la situación original antes del pecado, pero eso tendrá un costo, que San Pablo nos recuerda: "Habéis sido comprados mediante un precio" (1 Corintios 7, 23). El precio de la sangre del Cordero, de Jesús.
Se comprende el anhelo de Juan Bautista: "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?" (Mateo 11,3). ¿Me siento necesitado de un Salvador? Si estoy satisfecho de mi vida cristiana, este Niño decorará el living de la casa.
¿Escucho esa voz de mi conciencia, que clama desde esos desiertos de mi vida? ¿Preparo el camino al Señor, allanando esos obstáculos de mi ignorancia, de mi soberbia, de mi comodidad, que me hacen tan infeliz?
Me atrevo a darte un consejo: antes de preguntarte qué esperas tú de este Niño que nace en Belén, nos puede ayudar preguntarnos: ¿Qué espera Jesús de mí en esta Navidad?... Y, con la gracia de Dios, intentar hacerlo.
"Respondió Juan a todos, diciendo: 'Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego'".
(Lc. 3, 16)