Raúl Sohr es conocido por la solvencia, la seguridad, el tono equilibrado que destilan sus comentarios sobre política internacional. Además, posee un vasto currículo académico y ha publicado varios ensayos sobre defensa y seguridad. Pero Sohr es un hombre mucho más inquieto y creativo que lo que podría deducirse de lo recién dicho, ya que no contento con sus lúcidos análisis de tópicos difíciles, se ha aventurado en la literatura con dos novelas: la primera fue la exitosa
La muerte rosa y la segunda, que reseñaremos a continuación, es
La guerra de Mahler.
En general, Sohr entrega una narración amena, sin baches serios, lograda en cuanto al suspenso de la historia que en ocasiones alcanza el ritmo de un
thriller y por supuesto, bien documentada. Aunque nos adelantemos al final del libro, resulta vibrante la parte VI de él, pues cuenta, en forma detallada y mediante conocimientos técnicos y científicos que se diría que solo Sohr posee, los acontecimientos que ocurren a bordo de un submarino que se acerca a la desembocadura del río Calle Calle. El punto de vista es el de los oficiales a cargo de la expedición bélica, que tiene lugar en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera podría cansarse ante estas 18 páginas que discuten esta compleja operación; Sohr, en cambio, consigue que sean muy atrayentes, por más que a veces no entendamos a cabalidad cuanto describe.
El protagonista de
La guerra de Mahler es Robert, violinista vienés de ascendencia hebrea, sobrino del genial compositor checo-austríaco Gustav Mahler, tal vez el más grande director de orquesta de todos los tiempos, sin duda uno de los fundadores de la música moderna. Antes del Anschluss, o sea, la anexión de Austria al régimen totalitario, el antisemitismo en la capital de ese país era rampante, la vida se transformó en una pesadilla para los judíos y los peligros que los acecharon iban desde el linchamiento a los saqueos, desde el despojo diario a las humillaciones y el crimen constante de los pogromos. Robert, que conduce a un pequeño conjunto, mejor dicho un sexteto de instrumentistas, decide emigrar y gracias a sus contactos parte en barco a Chile y se radica en Valdivia.
En la hermosa ciudad austral parece encontrar la tranquilidad, la paz de espíritu y una relativa holgura económica que le permiten dar clases, conocer a nuevos amigos, desplazarse sin temor por las calles, en resumen, ser un ciudadano del montón. Sin embargo, el puerto fluvial está infestado de personas de ascendencia alemana simpatizantes del Führer o simplemente nazis de tomo y lomo. Uno de ellos, quizá el más furibundo, es Walter Krause, quien, de una ojeriza inicial hacia Robert, pasa a un odio parido: nuestro héroe comete el pecado mortal de enamorarse de Magda, una deslumbrante muchacha perseguida por Walter, pero que corresponde a los sentimientos de Robert y termina casándose con él. El matrimonio a la postre encalla, porque Magda es despreciada por haber desposado a un sujeto de raza inferior, motivo por el cual le hacen la existencia imposible, de modo que la bella mujer decide emigrar a Hamburgo y sumarse a las huestes hitlerianas.
Mientras tanto,
La guerra de Mahler se ha ido aderezando con numerosos incidentes. Robert, luego de traspasar barreras burocráticas infranqueables consigue visas para sus sobrinos Elsie y Alexander, y ellos, por su parte, deben recurrir a suculentas coimas para que nuestro consulado en Praga les estampe el sello respectivo en sus pasaportes. Mantiene una nutrida correspondencia con su primo Roland, quien se ha alistado en el Ejército Rojo para luchar contra los nacionalsocialistas. No obstante, su mayor empresa, en verdad una gigantesca hazaña ideada por él, consiste en formar parte de un equipo que boicoteará las maniobras de los fascistas criollos, que han construido un monumental silo y edificado imponentes instalaciones para abastecer a la marina germana. El grupo armado de combate democrático está integrado, entre otros, por Tito, Miguel, Eliana y varios más. Pese a ser el único sobreviviente en la destrucción de la infraestructura de apoyo a los teutones, Robert se alza como el indiscutible actor principal de tamaña proeza.
La guerra de Mahler no es ni tampoco pretende ser una obra de denuncia. Con todo, uno de los aspectos más interesantes de ella, se deriva de hechos poco conocidos, escondidos bajo la retórica oficial, aun cuando sean perturbadores en extremo. Y desde luego que Sohr no inventa las complicidades, las simpatías, en algunos casos las francas adhesiones de los gobernantes y altos dirigentes de esa época por el sistema que ha perpetrado el genocidio más horrendo de que se tenga memoria. Desde los presidentes Pedro Aguirre Cerca y Juan Antonio Ríos a sus representantes diplomáticos, desde funcionarios subalternos a gente encumbrada, sin contar con nuestros camisas pardas sureños, hay una abierta afinidad por el milenio ario de terror que quiso implantar Hitler. Por descontado,
La guerra de Mahler se sostiene sola como ficción: tenemos aventuras al por mayor, numerosos personajes, a veces intercambiables -el fuerte de Sohr no es la indagación psicológica-, viajes, diversas formas de coexistencia, encuentros al azar, desenlaces felices o desafortunados, un escenario geográfico gigantesco, muchos y muy surtidos episodios. Aun así, el factor político, deslizado de manera muy inteligente por Sohr agrega un valor extra a este relato.