Hace 100 años nació Margot Loyola Palacios. Por fortuna, en 1994, se le otorgó el Premio Nacional de Arte, un reconocimiento indispensable para esta mujer extraordinaria, enamorada desde muy joven del arte popular, en particular de la música y la danza.
Han escrito sobre ella personas con los conocimientos que yo no tengo, existen sus grabaciones -tenía una voz bellísima y una gracia singular en su expresividad corporal- y sus trabajos han sido acogidos por la Universidad de Chile, donde se formó; la Universidad Católica de Valparaíso, y ahora la Universidad de Talca. Hay investigaciones publicadas -aunque ella rechazaba ese nombre-, algunas realizadas junto a su marido, Osvaldo Cádiz, sobre la cueca, en sus distintas variantes, y otros bailes populares de Chile, algunos extintos; ensayos prolijos, verdaderos tesoros para el conocimiento de nuestra cultura popular.
Existe, además, una estupenda conversación que mantuvo con Agustín Ruiz Zamora, que la recomiendo, porque la pinta por entero. Allí cuenta que su padre pertenecía a una familia de "chinganeros" y "galleros", que en Linares compraba y vendía tierras, pasando parte de su infancia en distintos campos del Maule, donde brotó su amor intenso por la cultura campesina y popular.
Margot Loyola logró conjugar en una persona distintas facetas: una formación académica rigurosa, una notable vocación antropológica, porque su forma de trabajo consistía en una larga convivencia con las personas y grupos que cultivaban la música y danza que deseaba aprender; un acercamiento moroso y amoroso que le permitía ir borrando la distancia entre investigador y la materia de la investigación, hasta lograr la identificación máxima posible: una explosiva mezcla de curiosidad, método y pasión. El momento en que del estudio pasaba a la interpretación fluía naturalmente de ese proceso, de modo que en esta mujer es difícil separar su deseo de saber, de ser el otro y de poner en práctica el arte y la cultura de las que ese otro era portador.
Hace pocos días, en el museo Violeta Parra (su "comadre"), asistí a la presentación de un libro de los antropólogos Rolf Foerster y Sonia Montecino acerca de su vínculo con la cultura, la música y la gente de Rapa Nui, porque Margot Loyola allí donde encontraba expresiones artísticas cercanas a la tierra, es decir, que brotaban del pueblo, sin la mediación y reelaboración de la cultura letrada, se enamoraba. La presentación fue conmovedora, por los testimonios que se dieron de su persona y trabajo allí y, sobre todo, por la actuación de un coro de viejos Rapa, simpatiquísimos, que la habían conocido, ayudado y valoraban sentidamente su reivindicación cultural y humana de la gente de la isla. Entonces me dije: esta semana escribiré mi columna en recuerdo de Margot Loyola.