Me he referido a él con antelación. Ciertos lectores imaginan que es inventado; otros creen conocerlo, lo cual me aflige más, pues siento el compromiso de proteger su identidad. Se trata de un periodista europeo que sigue Latinoamérica desde hace muchos años y que nos visita frecuentemente para palpar en carne propia el estado de la situación. Estuvo ahora en noviembre, y una vez más me dejó anonadado.
Él arma su propia agenda. Al final de su estadía generalmente nos reunimos a cenar, ocasión que él aprovecha para exteriorizar sus impresiones y observar mi reacción. "Este país es inaudito", me dijo de entrada. "¿En qué otro lugar del mundo, en plena época laboral, se junta tanta gente, desde jóvenes estudiantes a viejos pensionados, pasando por profesionales de toda índole, a vibrar con ideas y figuras difíciles, sofisticadas y hasta extravagantes?". Había estado en Puerto de Ideas, en Valparaíso, a comienzos del mes pasado. La ciudad la conocía, y no mencionó señales de progreso en ningún plano. Lo que le impresionó fue que sus más de veinte conferencias y eventos, perfectamente organizados, reunieran a tal número de personas, que seguían con una veneración casi religiosa lo que decían intelectuales y artistas de todos los continentes. "No sé qué culpa están pagando", comentó con una sonrisa que no supe interpretar.
De regreso estuvo en el CEP y en la Biblioteca Nacional escuchando al filósofo alemán Peter Sloterdijk, que en su opinión es una de las figuras más provocativas del pensamiento contemporáneo, y al que nunca había tenido ocasión de escuchar en Europa. Le llamó la atención que sus intervenciones, complejas, eruditas y, hay que decirlo, algo incoherentes, fueran seguidas por cerca de mil personas, muchas de las cuales -así al menos parecía- estaban familiarizadas con su pensamiento, que contiene sentencias que en los tiempos que corren no suenan muy populares; como aquella de que la democracia implica "la facultad de escuchar, de esperar, de hacer esperar, de imponer la espera, a veces incluso mediante la fuerza, y, por consiguiente, la facultad de desarmar las motivaciones violentas".
La guinda de la torta fue la conferencia del director de cine alemán Werner Herzog, organizada por La Ciudad y las Palabras, del doctorado de arquitectura de la UC, en su campus de Lo Contador. Conocía del salvajismo del personaje, pero nunca lo había visto en acción, lo que le empujó ese atardecer de fines de noviembre a mimetizarse con más de mil personas, gran parte de ellos estudiantes, que esperaban ansiosos que Herzog respondiera a sus preguntas, y lo aplaudían a rabiar cuando los interpelaba. "Piensen, en vez de meditar" -les dijo-. "Lean, lean, lean, lean, lean. Y una vez en la vida, caminen una distancia larga. El mundo se revela para quienes viajan a pie". Yo lo miraba perplejo, pues no entendía por qué tanto entusiasmo. Él lo notó y agregó: "Herzog habló en inglés, pero la gran mayoría de los asistentes no necesitó de traducción simultánea y buena parte de las preguntas de los estudiantes fueron formuladas en esa lengua. Este definitivamente no es el mismo país que yo conocí por primera vez hace veinte años. Algo importante está pasando. Aquí hay hambre y curiosidad por ideas nuevas, algo muy distinto a los 'giletes jaunes' en París o a los votantes de Vox en Andalucía. Ojalá les dure".
Como buen chileno, quise torpedearle el cuento, recordándole la muerte del comunero mapuche y los escándalos de Carabineros y el Ejército. "Son temas que vienen de antes -me dijo- y que solo un gobierno de derecha puede encarar, porque si lo intenta uno de izquierda, se incendia el país. Que ahora estallen, por lo mismo, reafirma mi optimismo con Chile". Solo atiné a levantar el brazo para pedir la cuenta y exclamar, cuando llegó el mozo, "pago yo".