Gustavo Sáinz, uno de los mejores exponentes de la nueva narrativa mexicana de los años 60, dijo una vez que elegir la perspectiva adecuada del narrador era el principal problema que enfrentaba cuando escribía una novela. Pero que más difícil era mantenerla de manera consecuente a lo largo del relato. Recordé estas palabras mientras leía la nueva novela de Andrés Montero,
En el horizonte se dibuja un barco. La naturalidad que trasmite el discurso de su narrador, Gabriel Santana, un adolescente que cursa tercer año de enseñanza media en un liceo de Santiago, llama de inmediato nuestra atención. Gabriel describe el mundo que lo rodea y los sentimientos que alimenta en su interior con una ingenua sencillez que gana con facilidad la aquiescencia de los lectores: "Esa misma tarde busqué el poema de Neruda del que hablaba Rodríguez y lo leí como diez veces, pero creo que no entendí nada. Se llamaba Farewell". Pero además, también adquiere presencia, de manera espontánea desde que leemos la oración que encabeza su discurso, la indispensable credulidad que todo relato exige de sus lectores: "Llevo cuarenta y cinco minutos intentando escribir la primera frase de este libro. Es que ya sabes que no estoy acostumbrado a la prosa". Sus palabras nos señalan la correcta actitud que debemos asumir para captar de manera adecuada el sentido de lo que escribe. Gabo, como lo llaman sus amigos, no lo hace para nosotros; lo hace para una persona cuyo nombre aún no conocemos, pero a la que se le exige prestar atención porque lo que se narra es importante. De otro modo, Gabo no se habría esforzado para redactarlo de la mejor manera posible, ni tampoco para utilizar expresiones indicativas de que su historia es una experiencia conjunta de iniciación a la vida y a la literatura. Su relato comprobará que vida y poesía avanzan a veces tomadas de la mano.
El argumento de la novela de Andrés Montero es bastante sencillo. Guiado por un propósito que el lector descubrirá solo al finalizar el texto, Gabo decide contar lo que le ha sucedido durante su último año escolar mientras pasa el verano en un balneario cercano a Santiago. Sus palabras lo revelan como un niño solitario, tímido e introvertido que meses atrás encontró en su exprofesor de Lenguaje, Francisco Torres, el mentor capaz de descubrir sus aptitudes para la escritura creativa y, a la vez, de despertar su entusiasmo hacia ella. Su interés se vio también alimentado por Emilio Rodríguez, un nuevo compañero de curso que se incorporó al liceo junto a su hermana Kanda, un poco mayor que Gabo. Como narrador, Gabo organiza su relato exclusivamente en torno a dos motivos que avanzan paralelos: su naciente relación con la lectura y la práctica poética, y el despertar de sus sentimientos hacia Kanda, la adolescente que se convertirá en su primer amor. En las palabras de Gabo no existen alusiones a referentes históricos contingentes que directa o indirectamente determinen sus comportamientos frente a los demás. Lo único que, de manera tenue, podría considerarse como tal es la caracterización de la figura de sus padres, quienes, por lo demás, ocupan un lugar secundario en el relato: son dos seres que viven para trabajar, ganar dinero, mantener apariencias y llenar sus ratos libres mirando televisión. "Parecían como si no estuvieran vivos", es la lapidaria sentencia que Gabo les dedica.
Andrés Montero recupera en su novela la atmósfera intimista y privada de los relatos románticos de iniciación a la vida, y la configura adecuadamente gracias a una historia sencilla y liviana que, sin complicaciones ni cambios inesperados de dirección, fluye con naturalidad hacia un desenlace melodramático que se puede anticipar mucho antes de finalizar la lectura.
En el horizonte se dibuja un barco es un texto que se lee con agrado y que gana nuestra simpatía hacia su protagonista y narrador.