E s revelador que la Ley de Convivencia Vial, recién promulgada, haya terminado afectando de un modo muy crítico a los ciclistas urbanos. Pese a que la ley se refiere a diversos modos de transporte, el protagonismo desde su puesta en marcha lo ha tenido la bicicleta, en buena parte debido a la confusión y absurdas controversias derivadas de la ausencia de una campaña comunicacional y educativa al momento de su puesta en marcha, y de la ignorancia y prejuicios sobre la propia ley por parte de quienes tienen el deber de fiscalizarla, especialmente Carabineros, con episodios abusivos e ilógicos. Los medios de comunicación no lo han hecho mejor, centrando su interés exclusivamente en el fenómeno de los nuevos ciclistas que abundan en ciertas zonas de la ciudad, y olvidando que el problema de la convivencia en el espacio público es una cuestión compleja que involucra simultáneamente a diversos actores en condiciones muy distintas. En efecto, en una misma esquina y en un mismo instante pueden encontrarse peatones, ciclistas, usuarios de taxis, usuarios de transporte público y vehículos privados, y a cada uno de ellos corresponde no solo saber sus deberes y derechos, sino que también conocer y respetar los deberes y derechos de los demás.
De todas las maneras posibles de moverse en la ciudad, la bicicleta es una de las que ha crecido más rápida y visiblemente, conquistando -y muchas veces invadiendo- espacio público. La bicicleta invade de mala manera el espacio público solo si este no está preparado para ella, cosa que en general depende de voluntades políticas, un mínimo de ingenio en el diseño urbano y no demasiados recursos. La bicicleta es, desde luego, uno de los inventos más trascendentales y transformadores de la humanidad; un vehículo veloz, sencillo, compacto y económico. Sociedades completas en Europa y Asia, desde hace décadas, han tenido la visión de incorporarlas en sus sistemas de movilidad urbana y hoy, irreversibles en su popularidad, dan lecciones de civilidad al mundo.
Pero si de civilidad se trata, tenemos una insondable deuda en Chile, país nuestro donde nadie se atreve a asumir el desafío de propagar normas de buen comportamiento cívico en el espacio público. Es como si aleccionar en bondad y consideración por el prójimo fuese anatema, algo incómodo y contrario a los principios de una mal comprendida libertad, que termina siendo un eufemismo para egoísmo y, a veces, agresividad. Una nueva generación de ciclistas advenedizos, criados en la autocomplacencia y el desdén por el otro, no escapa de esta deuda. Se comportan en la ciclovía o en la vereda (que es peor) tal como se comporta un automovilista arrogante de esos que existen por miles en nuestras calles. El fenómeno no es, entonces, atribuible a uno u otro, sino a una sociedad que, sin importar las leyes que se promulguen, no quiere discutir y resolver sus problemas de fondo.