Jase Copland, un niño británico de siete años, les planteó hace unos días un desafío "imposible" a los servicios postales de Gran Bretaña: quería saludar a su papá el día de su cumpleaños. El problema es que quería enviar su carta al Cielo, porque su padre está muerto. El director de Correos tuvo la delicadeza e inteligencia de contestarle con una carta al niño diciéndole que "fue un desafío difícil, pues la carta tuvo que esquivar las estrellas y otros objetos y satélites, pero finalmente llegó a su destino".
La carta de Jase deja un reguero de preguntas en su camino al cielo. Primera pregunta: ¿es correcto que un funcionario público mienta? Pero, ¿no es loable esa "mentira piadosa" tratándose de un niño? Por otro lado, ¿mintió realmente el funcionario? ¿Quién sabe si la carta llegó o no llegó? ¿Es acaso el correo postal la única forma de que una carta de un hijo a su padre muerto llegue a destino? Las preguntas no paran. Jase está contento y tranquilo con la respuesta de Correos; nosotros, los adultos, remecidos e interpelados.
La carta de Jase es tal vez la carta más importante que se haya enviado nunca. Una carta cuyo remitente es la inocencia, y el destinatario, el misterio (para algunos, la Nada; para otros, Dios). En tiempos en que casi nadie escribe cartas y en que la inocencia y la infancia están en peligro, esta "carta-bomba" nos estalla en el alma, nos vuelve a arrojar hacia las preguntas que no nos queremos hacer, de las que huimos, las viejas preguntas de siempre: sobre el sentido, sobre el dolor, la muerte.
Me imagino un cuento o película como esta: la oficina de Correos de un país cualquiera, sobrepasada por miles de cartas que miles de niños quieren enviar a sus padres, madres, hermanos, amigos, abuelos muertos. El ejemplo de Jase comienza a contagiar a millones de niños en el mundo, hasta un punto en que el mayor volumen de cartas circulando es la de niños que les escriben a muertos, cartas enviadas al Cielo. Hasta que, presionados por las circunstancias, se decide asignarle un código postal a ese Cielo. Llegado a un cierto punto, las cartas imposibles comienzan a rebalsar, a no caber, provocan una crisis en los Correos del mundo. Alguien propone que esas cartas sean quemadas; un artista visual, en cambio, decide convertirlas en una gran Instalación que se llame "cartas abiertas a lo Abierto". Y los niños remitentes crecen y a su turno mueren, y los funcionarios de Correos también, pero no hay quien detenga este flujo de cartas sin respuesta.
¡Ay, Jase, en el menudo lío en que nos has metido! No sabemos qué hacer con esta hermosa carta escrita con letra de niño. ¿Alguien se atrevería a ir a decirles a esos millones de remitentes que no es verdad que las cartas llegan al Cielo? ¿Y quién tiene la certeza total de que esa sea la verdad? ¿Pero qué es, finalmente, la Verdad? Cuántos no se ofrecerían como voluntarios para ser los carteros que recogen esas cartas para llevarlas al Cielo. Algunos dirán: "Que envíen mejor un correo digital o un wasap al Cielo". ¿Un wasap al Cielo? Suena mal.
Si el ejemplo de Jase comienza a ser imitado, el género epistolar volverá con fuerza, y no solo niños, adultos también escribirán cartas a sus padres, hijos, hermanos muertos. Yo acabo de acordarme que tendré que escribirle una carta a un hijo mío en febrero. Y a mi padre (con quien nos escribimos tantas cartas cuando viví en el extranjero), y a mis queridos y queridas abuelas y abuelos. Y a tantos amigos muertos.
Señor director de Correos: quiero enviar estas cartas a mis muertos al Cielo. ¿Me asegura usted que hará lo posible por enviarlas? ¿No se atrasarán demasiado, dado el volumen de cartas que se envían en estas fechas? Como gesto de Navidad, ruego a usted haga todo lo posible, a pesar de las estrellas, asteroides y satélites que se interpongan, y a pesar de nuestra falta de fe y de nuestro escepticismo que también se interponen entre esas cartas y sus destinatarios. ¡Por favor, envíe nuestras cartas al Cielo!