Hoy se inicia el Adviento, tiempo de esperanza que "mira" la Navidad. La corona con los cuatro cirios que veremos en las iglesias simboliza la secuencia de un progresivo júbilo porque ya viene el Señor, el liberador. De ahí el llamado imperativo: "Levanten la cabeza, porque se acerca su liberación" (Lc. 21, 28).
El concepto de liberación tiene una fuerte raigambre bíblica. Ya en el Antiguo Testamento se narra cómo el pueblo de Israel buscaba liberarse de la esclavitud de Egipto y alcanzar la Tierra Prometida. En el Nuevo Testamento, por su parte, todo el anuncio de Cristo se descifra con el código de la esperanza en la liberación de las ataduras de la muerte para entrar en Su gloria. De hecho, el sacrificio de la Cruz es para la perfecta liberación de la humanidad, que es la redención.
En este espíritu, y animados por la esperanza que no defrauda, el Adviento es un tiempo privilegiado para crecer en la libertad de los hijos de Dios, sabiendo que mientras peregrinemos en esta tierra, una y otra vez seremos aprisionados por múltiples cadenas. Y no me refiero a los barrotes de la cárcel, sino a aquellos grilletes más sutiles, como la dependencia en los bienes, las "necesidades innecesarias", o las formas de vida que, aunque no lo sean, las transformamos en "indispensables". Por otro lado, están la esclavitud de la apariencia, del estatus social, de las modas, del qué dirán, de la permanente comparación y tantas otras cadenas nos debilitan convirtiéndonos en verdaderos presos en la vida diaria. Y, por supuesto, la esclavitud más grave de todas es la del pecado, que nos sumerge en la oscuridad y el desaliento llevándonos a la pérdida de sentido, al anti-Adviento.
La liberación personal también conlleva un compromiso social. No puede dejarnos indiferente la esclavitud de quienes no tienen salud o educación digna; de los mendigos que no tienen libertad ni siquiera para comer; la de muchos migrantes que viven en condiciones infrahumanas; o la de los jóvenes que encadenan sus vidas al alcohol y a las drogas. En fin, son muchos los excluidos que esperan de nosotros la liberación; que confían en que, con las llaves de la justicia y de la caridad, "rompamos" sus grilletes para que puedan tener una vida más digna.
Por ello, el Adviento es una interpelación a la conversión personal y comunitaria. Nos recuerda que somos peregrinos a la Tierra Prometida, que, en ese caminar, debemos realizar crecientes pasos para la liberación, y que la Iglesia, en este sendero, tiene una voz profética para anunciarnos que jamás podremos hablar de auténtica esperanza si no rompemos las cadenas del pecado que nos amarran; y si no hacemos un camino de continua conversión.
Una palabra más: no nos engañemos frente a la falsa oferta de liberación que existe en nuestro tiempo.
Todos los bienes del mundo, todo el progreso material, todo el conocimiento adquirido, todas las conquistas de la ciencia y de la técnica, todo el desarrollo, todo el anhelado confort propio de la posmodernidad, aunque pueden tener cualidades o características de bien, no garantizan la libertad auténtica del corazón humano. La verdadera libertad, la que nos ofrece Cristo como un don, se trabaja desde el corazón, toca todas las fibras de nuestra vida, requiere continuo discernimiento y nos invita a relativizar los absolutos que campean en la cultura de nuestra sociedad, en favor del único absoluto, que es Dios y su justicia.
"Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, animaos y levantad la cabeza, porque muy pronto seréis liberados". (Lc. 21, 27-28)