A menudo se recurre a la lectura para huir de la circunstancia, pero ella nos manda de vuelta. Así, leía en la "Historia Natural", de Plinio El Viejo -una obra admirable, amena y curiosa-, sus comentarios acerca de los elefantes, animales que me fascinan desde muy niño. Las notas de este viejo sabio romano perfilan los atributos simbólicos que la tradición concede a estos magníficos paquidermos: poseen una prodigiosa memoria, son gregarios, circulan en manadas, y los más viejos las conducen de modo de proteger a los miembros más vulnerables; son honrados, prudentes y ecuánimes. Son en extremo dóciles y leales a su cornac -el encargado de domar, cuidar y guiar al elefante-, mencionándose leyendas de elefantes que han reconocido regocijados al propio después de décadas de separación.
En su admiración, Plinio cita entusiasmado historias que les atribuyen una exquisita religiosidad lunar y capacidad para entender el idioma del país al cual pertenecen. Elogia, por cierto, la múltiple funcionalidad de su trompa. Pienso, entonces, cuáles de todos estos elementos y de qué modo habrán influido, por ejemplo, en que el Partido Republicano haya querido escoger como símbolo al elefante. La curiosidad no fue lo suficiente fuerte -lo lamento- como para indagar el origen de esa asociación en esa gran colectividad política norteamericana, de la cual han surgido para su patria líderes sin duda notables.
También me pregunté, sin intentar ni de cerca especulación alguna, si acaso existe algún lazo simbólico entre el conservadurismo político en general y los rasgos que estos nobles animales alegorizan.
Pero, en cambio, ya alejándome de esa asociación tan sugerente como fabulosa, me detuve en ese dicho, absolutamente transversal que, sin duda, usted lector habrá oído: "Es como un elefante en una cristalería". No es que este aserto, que establece un símil poco laudatorio, invalide todos los anteriores, pero sin duda señala hacia un punto que no conviene desatender: el elefante es poderoso y de gran tamaño, puede ser leal, memorioso, ecuánime, altruista con los de su tribu, pero no se caracteriza por lo que ahora se llamaría una "sintonía fina", es decir, es más bien torpe de movimientos, como si tuviese escasa conciencia de la enormidad de su tamaño y de la destrucción que puede causar con una ligera sacudida de algunas de sus extremidades. De otro lado, la política, digamos en una democracia contemporánea, ¿acaso no requiere al máximo sintonía fina, es decir, es una "cristalería" dentro de la cual un elefante resulta involuntariamente, sin duda, peligroso?
Sin dejar a los elefantes de lado -se trata solo de que permanezcan en un lugar adecuado-, en materia de simbología de animales para este ámbito, incluiría a las lechuzas, las tortugas y las arañas.