A costumbraban en el colegio a mandarnos a campamentos veraniegos "para que nos hiciéramos hombres". Material de estudio no faltaba: abundancia de tábanos, de día, y de zancudos, de noche; para las abluciones matinales, agua helada del estero, la misma que, con abundantes pirihuines, bebíamos después; días tórridos, llenos de idiotas juegos castrenses y, luego del fogón nocturno, unas noches heladas dormidas sobre terrones, con a lo más, fardos de pasto desmenuzados como colchón. Escaseaban, obvio, cosas indispensables: en ausencia de una de ellas, cierto campista se encuclilló a atender el llamado de natura y luego, careciendo del elemento usual, recurrió a unas hojas que encontró a mano y que le parecieron útiles al efecto. Sólo que eran de litre: hinchado cual retorta, hubo que mandar al incauto de vuelta a Santiago, boca abajo, en un tren que detuvieron por emergencia médica.
Pero el fogón era mucha cosa. Tanta, que nos hacía olvidar los arroces apelmazados y los purés aguachentos que tragábamos sólo gracias a una salsa estupenda, abundante: el hambre. El fogón, con todo, reanimaba hasta a los más desesperados: se repartían chocas con razonable chocolate caliente y pan con mermelada. Ya encendida y bien viva la fogata, comenzaban los destemplados cantos, la representación de deplorables " sketches " y, cuando se acercaba la hora de dormir, historias truculentas para que aprendiéramos a conciliar el sueño a pesar de los tirifilis.
Cierta noche, los veraneantes en el fundo donde se había instalado el campamento, decidieron divertirse a costa de los cuarenta aprendices de hombre que se apretujaban en las carpas. Y montaron una tragedia nocturna, desarrollada a las tres de la madrugada: una doncella en apuros gritaba a voz en cuello "¡favorézcanme, favorézcanme!", perseguida por algún indignado galán que gritaba "¡ven para acá, moledera!". Luego, sonó un par de disparos y sobrevino un silencio total. Los campistas, conmocionados, tiritaban de susto, y no asomaban fuera de las carpas más que lo indispensable a fin de no mojar el interior.
"De los arrepentidos es el reino de los cielos". Al día siguiente, ante el desbarajuste producido en el campamento que no lograba recuperar la disciplina, los dueños del campo, que criaban corderitos de secano costero para venderlos a precio de oro en Santiago, decidieron confesar la broma y, para pagar por el susto de aquellos aprendices de hombre, les regalaron unos cuantos animalitos, con los que se hizo parrilladas dos días. Pero a los dirigentes se los agasajó con lo siguiente, para que no divulgaran lo sucedido.
Cordero en pipeño blanco
Pique menudo 2 cebollas y 6 dientes ajo. Troce, en cuadrados, 1 k de pulpa de cordero y pique 100 gr de panceta. En aceite de oliva, ponga cebolla y ajos, cordero y panceta. Dore todo. Cubra, apenas, con mitad de vino pipeño blanco y mitad de agua. Sal, pimienta, comino, orégano, ají. Cueza lentamente hasta que la carne esté tiernísima. Sirva con papas fritas.