En qué consiste la modernidad es un tema controvertido. Sin embargo, una característica generalmente aceptada como esencial es la consolidación de la idea de un individuo autónomo, como resultado de un largo proceso de emancipación de las constricciones impuestas por la colectividad, la comunidad, la autoridad y la tradición.
Con anterioridad al surgimiento de las ideas liberales que acompañan a los tiempos modernos, las sociedades estaban configuradas por categorías estáticas en castas, estamentos o clases de acuerdo a su origen. La identidad era grupal más que individual y los grupos como tales -no las personas individuales- eran los sujetos de derechos y deberes, todos diferentes entre sí.
Es en la modernidad cuando se consagran las prerrogativas que deben tener las personas para determinar su actividad económica, su religión y sus creencias, como asimismo la facultad para expresarlas. En los preámbulos de la Revolución Francesa una de las primeras demandas de los representantes ante los Estados Generales fue precisamente el voto individual en vez de por pertenencia a una de las tres órdenes que lo conformaban. El reclamo era la igualdad de derechos, no de acuerdo a una identidad grupal, sino en cuanto individuos soberanos iguales ante la ley.
Desde entonces, las democracias occidentales se han sustentado en dos principios clave: la representación personal y la igualdad de todos ante la ley. El problema es que estos nuevos conceptos, en sí mismos, no son capaces de entregar un sentido universal ni propósitos comunes. A diferencia de los regímenes totalitarios, no es posible imponer objetivos monolíticos, pues el capitalismo democrático liberal no entrega significados colectivos, sino la libertad para encontrarlos individualmente o en asociaciones voluntarias. Para muchos, eso no es suficiente y surgen constantemente ideologías que intentan definir e imponer a la sociedad objetivos universales, incluso a expensas de la libertad de expresión. Así, muchos ceden a las promesas de un mundo más justo, de total armonía imaginada, de "hombres nuevos" y de mayor igualdad.
Hoy se trata de la "Política de Identidad" que reclama identidad y representación, ya no como personas individuales, sino, una vez más, como miembros de un grupo específico, una raza, un género o una etnia, y demandan para ellos leyes específicas, cuotas de representación, subsidios y beneficios especiales. Esto implica descartar los criterios objetivos a favor de otros que son selectivos y arbitrarios para que una raza o un género tengan derecho a un tratamiento especial.
Mi objeción a esta ideología de la "Política de Identidad" es que ella presume una supuesta inferioridad de quienes reclaman protección especial y erosiona la igualdad ante la ley. Más aún, en una sociedad donde la libertad es un bien superior, necesariamente existe una pluralidad riquísima de identidades entre personas distintas, y nuestra propia identidad, a su vez, está determinada por una maraña muy compleja de condiciones y características y no está definida por la adscripción a una sola categoría.
Mi identidad, al igual que la de otros, está conformada por muchos factores: mi género es solo uno de ellos (no sé si el más determinante siempre y en toda ocasión); mi sexo, que se expresa biológicamente en la feminidad de cada una de las células de mi cuerpo; mi nación de origen y destino (Chile); mi nación de tránsito (Inglaterra); mis genes; mis vínculos familiares y sociales; mi religión; mi historia y experiencia; mi formación intelectual humanista, mis ideas políticas y filosóficas.
En suma, todos tenemos múltiples filiaciones y alianzas, a veces en total armonía, otras en conflicto, pero siempre en trincheras que son movibles y nadie es definido únicamente por una de ellas.