El título del libro publicado recientemente por Marcelo Guajardo (Santiago, 1977) sugiere que sus páginas encierran un tema que por razones históricas ampliamente conocidas ha sido el favorito de numerosas novelas chilenas recientes: el momento crítico cuando el ser humano se aleja de su infancia para ingresar a la adolescencia. Sin embargo,
Rapaces busca distanciarse de relatos predecesores tanto en el tiempo como en el espacio. "Rapaz" es un término que hoy casi no se escucha. Según el diccionario de la Real Academia, es el adjetivo que designa la inclinación al robo, hurto o rapiña, pero también era el apelativo que nuestros abuelos usaban para referirse a sus nietos de corta edad cuando cometían maldades que siempre eran perdonadas con benevolencia.
Rapaces no mira, pues, a los niños de hoy, sino a los que vivieron en un mundo desvanecido que se describirá con palabras teñidas por la nostalgia. Su argumento cubre los meses escolares de 1936. "Santiago de esos años -nos dirá el narrador- era una urbe en ciernes donde palpitaba el corazón asustado de una república". Los hechos comienzan con la llegada del niño Eliecer Camino Arlegui, de 12 años de edad, al Internado Nacional Barros Arana. El profesor Amador Alcayaga, sucesor de Eduardo Lamas, el primer rector del internado, todavía se desempeñaba en dicho cargo y las clases de Zoología permanecían en manos de Horacio Lefevre, un discípulo del naturalista Claudio Gay.
De lo que recién escribo se desprende que Marcelo Guajardo tampoco se interesa por representar la desorientación, las frustraciones y la decadencia de los herederos de la nueva burguesía chilena que se mueven exclusivamente en los sectores acomodados del oriente de la capital. El tema de
Rapaces es el despertar de la conciencia social de niños que hace ochenta años deambulaban por los barrios populares, que hasta el día de hoy rodean al edificio del Internado Nacional Barros Arana: la Quinta Normal, el barrio Estación, Matucana, San Pablo y el centro histórico de Santiago. No eran tiempos plácidos. Eliecer y un pintoresco grupo de inseparables amigos se aproximan a la juventud cuando en los patios del internado resuena el eco de las convulsiones de Europa y del fervor de los movimientos sociales que se vivían en Chile durante la misma época.
Mérito de la novela de Marcelo Guajardo es recordar a sus lectores que
Rapaces es un texto de ficción. El personaje del poeta Olegario Gómez Rojas constituye un buen ejemplo de estos ayudamemoria: remite sin duda a la figura histórica de José Domingo Gómez Rojas y a su trágica muerte, pero sin identificarse con ellos. Desafortunadamente, el texto ofrece asimismo debilidades que terminan pesando más que sus méritos. En primer lugar, su excesiva brevedad impide que se cumplan las ofertas de la historia imaginaria. Las situaciones que atraviesa Eliecer y sus amigos son descritas a la pasada, saltando de una a otra sin profundizar, sin utilizar una prosa más calma que hubiera sido indispensable para construir imágenes verosímiles y convincentes. El mundo imaginario de
Rapaces queda solo pergeñado, esbozado, superficialmente construido. Marcelo Guajardo se ha dejado llevar por la impaciencia para publicar pronto y rápido; el resultado es un relato de escuálidas páginas que despierta inicialmente el interés del lector para enfriarlo progresivamente después. Quedan demasiados elementos en el aire. No es claro, por ejemplo, la relación del cernícalo que anida en el techo del internado con el proceso de formación que atraviesan Eliecer y sus amigos, ni tampoco la razón y el sentido del abrupto final de la historia. Pero es sobre todo en el lenguaje del narrador donde mejor se manifiesta la impaciencia del autor: en la primera mitad del texto admira por su frescura, su transparencia y naturalidad, pero se embrolla y se entrampa a medida que la historia avanza. Como si a medio camino el autor se hubiera cansado de escribir. O peor, perdiese el interés de hacerlo.