El hombre de la dinamita es la primera novela de Henning Mankell (1948-2015) y data de 1973. En un prefacio a la edición de 2007, el autor sueco señala que, tras 25 años desde la publicación de esta obra, "lo que dice el libro sigue vigente hoy en gran medida". Pues bien, 11 años después de esas palabras, podríamos afirmar que esta ficción anuncia algunas de las preocupaciones que serán visibles en todos los títulos de Mankell: la aguda percepción de la injusticia social y la denuncia global de los males que acechan a la sociedad actual; la preocupación por los desposeídos, tanto en su patria, como en el resto del mundo; el afilado examen del estado en el que subsisten las personas al margen de todo reconocimiento, sobre todo un reconocimiento literario -Mankell detestaba la literatura descomprometida-; la espiral de violencia que se ha extendido sobre su nación, así como esa obsesión por la metástasis de salvajismo que domina en África; en fin, temas que podemos entender enseguida, debido a la notable prosa de Mankell dotada de una envidiable elegancia y claridad. Por cierto,
El hombre de la dinamita no está a la altura de los 30 volúmenes que Mankell escribió a lo largo de una existencia bastante breve, ya que no alcanza la complejidad laberíntica de las intrigas policiales encabezadas por el comisario Wallander ni tampoco posee la tensión y el suspenso, a veces insoportables, presentes en la mayoría de sus
thrillers o la furia declamatoria de la serie africana. Sin embargo,
El hombre de la dinamita se sostiene de pleno derecho como un logrado texto literario.
En 1911, en la ciudad de Norrköping, los periódicos locales se refirieron a la pasada a una noticia insignificante por aquel entonces: Oskar Johansson, obrero que trabajaba en la construcción de un ferrocarril, muere a consecuencia de haber estallado una carga de dinamita que él manipulaba durante la excavación de un túnel que abrió una montaña de rocas. Esa noticia jamás fue desmentida, pero Oskar sobrevivió, aun cuando quedó gravemente herido y con secuelas horrendas: pérdida casi completa de una pierna, una mano severamente amputada, un ojo entero vaciado, daños en los órganos genitales y otros en el resto de su cuerpo. Y no solo eso: volvió a desempeñarse como minero sin manejar explosivos, participó activamente en los sindicatos que consiguieron mejorar las condiciones laborales de los trabajadores más desaventajados, militó en diferentes partidos de izquierda -principalmente en el socialista y el socialdemócrata-, jubiló pasada la sesentena y murió en 1969, a los 81 años. Y como guinda de la torta, se casó con Elvira, una mujer de apariencia anodina, por más que resultó ser una compañera formidable e irreemplazable, a quien poco o nada le importaron las deformidades de Oskar. Por si todo lo anterior fuera poco, Oskar y Elvira tuvieron tres hijos, todos los cuales desarrollaron prósperas carreras, pese a la mirada refunfuñona o francamente desaprobadora del padre.
El hombre de la dinamita es un relato contado desde diferentes puntos de vista: el principal de ellos es el de un escritor, que puede ser el mismo Mankell, quien mantiene una relación con Oskar ya anciano y recluido por largas temporadas en una pequeña cabaña situada en un islote cercano a Estocolmo. Esta es, quizá, la parte más interesante de la historia, pues nos va entregando, bien que sea en forma fragmentaria, la evolución moral, política y personal de Oskar. Así, pasamos de un hombre cuasi analfabeto, muy primitivo, a otro que adquiere conciencia de clase, que lucha por ideas revolucionarias, que se adhiere a movimientos por el cambio, para luego desilusionarse de ellos o bien, volver a comprometerse en causas más radicales. Desde luego, todo lo hace siempre en compañía de Elvira, quien le lleva la delantera en estos asuntos, pero cuida mucho a su pareja y a veces se asusta cuando él, a pesar de sus severas limitaciones físicas, decide emprender acciones por su cuenta. Al rememorar su largo matrimonio con Elvira, Oskar remarca que solo en dos ocasiones tuvieron disputas, que, en realidad, fueron malos entendidos que se arreglaron enseguida. Así, la educación sentimental de la pareja pasa a ser también una manera de superar la ignorancia y adquirir un nivel de independencia intelectual.
En
El hombre de la dinamita Mankell acude, además, a otros procedimientos que más tarde le rendirían estupendos frutos: el cambio de la primera a la tercera persona; los diálogos intercalados en distintas épocas de la acción; la inserción de piezas de tipo periodístico y de naturaleza en apariencia objetiva; la introducción de personajes sin aviso previo y en espacios sintetizados; la confluencia de voces dispares y varios más, que otorgan densidad a un tomo que, para los estándares de Mankell, resulta bastante sucinto.
En definitiva,
El hombre de la dinamita es un retrato preciso, desgarrador, cruel y, forzoso es reconocerlo, a la vez romántico, acerca de la situación de los más desfavorecidos a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Más allá de la descripción individual del caso de Oskar, tenemos un trasfondo colectivo que sobrepasa a las biografías del protagonista y quienes le acompañan. La pregunta que Oskar se repite hacia el final, en el sentido de si las cosas han mejorado, tiene claramente una respuesta negativa. Bueno, Mankell siempre fue un pesimista, pero uno de buena ley, sin resentimientos ni pataletas irracionales.