En el Evangelio de hoy somos sorprendidos por un escriba que quiere saber cuál es el mandamiento más importante de todos. El hombre sensato ha comprendido que no puede ser todo igual y que, por lo tanto, dentro del decálogo hay una precedencia que, de alguna manera, marca una pauta para comprender y vivir los otros mandamientos.
La respuesta de Jesús no se deja esperar: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.... Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mc 12, 30-31). En pocas palabras el Señor le hace ver con claridad cuales son las dos caras de la misma "moneda": amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo. Y que ese amor hace creíble todos los demás mandamientos.
En nuestro tiempo, a decir verdad, este orden del amor está bastante alterado o, al menos, disociado. En algunos, el amor a Dios parece ser una simple consecuencia del amor a los hermanos y se asocia casi exclusivamente a las buenas obras, pretendiéndose que el solo hecho de hacer cosas buenas es suficiente para amar a Dios; en otros casos, pareciera que el péndulo va en la dirección contraria: el amor a Dios se asocia a una experiencia intimista propia de una fe poco encarnada y distante de la realidad. La consecuencia de esto es la disociación entre la piedad y la vida cristiana. Si bien ambos polos son expresados con una cierta exageración, permiten visualizar el problema propio de quien no ha comprendido, en toda su hondura, las consecuencias de ser cristiano.
El amor a Dios se verifica en una relación personal y comunitaria con Él. Esto requiere ser concretado en modos humanos: en la oración, en el culto, en la celebración, en el encuentro, en el apostolado. Resulta poco comprensible que alguien diga que ama a Dios sin espacios exclusivos y objetivables con él. Ese amor sería solo retórico porque no tocaría la vida en lo propio de la misma.
El amor se concretiza en los hechos, en las opciones, en los sacrificios, en el tiempo destinado a ese otro. Por ello el amor a Dios debe sentirse vivamente como una elección que toca la vida y que cuesta. De lo contrario simplemente es una utopía o un buen deseo desencarnado de la historia. Un ejemplo en esta línea es la necesidad concreta de la misa dominical para todo católico.
Al mismo tiempo,
el amor al prójimo como a uno mismo es una exigencia propia del ser cristiano. En efecto, a ese otro es al que debo amar perdonando, sirviendo, ayudando, sanando, acompañando, etc. Ese actuar es condición de posibilidad para un auténtico cristianismo, que justamente se verifica en la concreción viva del Evangelio. Esto supone una actitud de entrega que, una y otra vez, mueve el corazón humano a enaltecer al hermano porque es Cristo mismo. Esta donación de la propia vida concretamente, que no es más que el seguimiento del mismo Cristo, hace creíble la fe de quien la profesa. Un ejemplo concreto son las obras de misericordia.
Por todo lo anterior, las dos caras de la "moneda" del amor van entrañablemente unidas. Porque amo mucho a Dios sirvo a los hermanos; y porque amo mucho a los hermanos cuido mi relación con Dios como un tesoro.
"Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas.Este es el principal mandamiento".(Mc, 12, 30)