El caso de Aki Shimazaki (1954) es diferente al de Rushdie, Naipaul, Lahiri u otros representantes de la literatura poscolonial angloamericana: nativa de Japón, vive en Montreal y, por lo tanto, escribe en francés.
El quinteto de Nagasaki es su primera novela traducida al español y llega precedida de las habituales celebraciones críticas. Alan Pauls es el responsable de la versión castellana, y a menos que la obra original sea de poca calidad, hay que decir que Pauls ejerce muy mal su oficio:
El quinteto de Nagasaki, en esta traslación, es un texto repetitivo, con párrafos enteros donde se advierten fallas estructurales, cacofonías, redundancias, vaguedades cronológicas, en síntesis, tenemos un volumen arduo de seguir incluso para un lector apasionado por los temas orientales. O bien podría ocurrir que Shimazaki, quien indudablemente posee profundos conocimientos sobre la historia del archipiélago nipón, sea más simplona de lo que parece y oculte ese y otros rasgos con un anecdotario suculento, vale decir, con esa ilimitada astucia fabuladora que solo los asiáticos parecen poseer.
En verdad,
El quinteto de Nagasaki es, ni más ni menos, una extensa teleserie, donde pasa de todo y para todos los gustos: parricidio, incesto, pasiones ancestrales, endogamia, herencias rechazadas, huérfanos que son víctimas de sus guardianes, secretos inconfesables, oscuros orígenes raciales, envenenamientos y de un cuanto hay. Las ambiciones del relato son desmesuradas al abarcar un período que se extiende desde comienzos del siglo pasado al actual, describir la devastación de las sucesivas guerras mundiales, las hecatombes nucleares causadas por los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki y, sobre todo, cubrir un espacio geográfico que alcanza a Corea, Manchuria, China, Siberia y diversos lugares. Con buena voluntad, podríamos pensar que estamos ante un amplio espectro generacional, ya que, a lo largo de las surtidas aventuras que este libro describe, hay bisabuelos, abuelos, hijos, nietos, bisnietos y una innumerable parentela. Así,
El quinteto de Nagasaki puede mostrarse, a primera vista, como un panorama épico, y hasta cierto punto lo es.
Sin embargo, a poco andar nos damos cuenta de que
El quinteto de Nagasaki posee otras características, muy diferentes de lo que recién dijimos, y ahí es donde reside su valor: se trata de una crónica introspectiva, donde coinciden una serie de personajes, por lo general mujeres, quienes van develando el misterio de sus vidas, siempre en un tono menor, que supera a los desastres que han debido sufrir. Resumir un título semejante es imposible, de modo que señalaremos los incidentes básicos que han marcado la vida de los protagonistas: Yukiko y Yukio son hermanos sin saberlo y se aman, hasta que la primera descubre que el irresponsable Ryoji Oribe los procreó a ambos al mismo tiempo, ya que era amante de Mariko Kanazawa, una extranjera sin recursos, por lo que desposó a otra, de alcurnia superior. Mariko se casa con Kenji Takahashi, quien adopta a Yukio, pero Ryoji continúa persiguiéndola y se las arregla para que envíen a Kenji al frente de batalla. A partir de este linaje, se desenvuelven las trayectorias de innúmeros actores, cada uno de los cuales expone sus diferentes puntos de vista, siempre en primera persona. Aunque este procedimiento no tiene nada de original, es bastante efectivo, excepto cuando no nos damos cuenta de quién es el que está hablando. Shimazaki revela, eso sí, hechos sorprendentes: viviendo en un país feudal, sus caracteres femeninos se las ingenian para sobrevivir mucho mejor que sus pares masculinos, son más inteligentes que ellos y reaccionan con coraje ante el peligro. No estamos, claro, frente a una posición feminista, sino ante sucesos terribles, en los que, como pasa en
El quinteto de Nagasaki, las damas en kimono llevan la delantera.
En el fondo, los temas centrales de este volumen se relacionan más con la naturaleza y los cambios climáticos que con los seres humanos. Hay múltiples formas de nubes, hay nieve, hay lluvia, hay tempestades, sentimos un calor tórrido y un frío polar, todo ello presidido por una flora maravillosa: gencianas, campánulas, hibiscos, hortensias, rododendros, gardenias y tantas otras que llegan a marear. Aun cuando resida lejos de su nación, Shimazaki debe conocerla como la palma de la mano y en
El quinteto de Nagasaki nos sumerge en un paisaje que determina más la conducta de cada individuo que los absurdos conflictos políticos que conducen a la ruina. Ese trasfondo constante puede ser lo único que ha resistido el embate de las fuerzas malignas provocadas por la locura de los grupos que deciden el destino del prójimo.
Un dilema no menor de este tomo es la profusión de nombres desconocidos para nosotros: Tamako, Namiko, Nakamura, Shizuko, Tsukakis, Natsuko, Fuyuki, Shimamura pueden ser muy frecuentes para los habitantes de Osaka o Kioto, pero son un inconveniente serio si es que hay que estar volviendo atrás en las páginas para saber quién es quién. Por supuesto, no puede exigírsele a Shimazaki que elija designaciones cristianas, si bien debió ser un tanto cuidadosa en un trabajo que, considerado en perspectiva, es harto modesto. A lo mejor por esto, a lo mejor porque sus aspiraciones suelen ser desmedidas,
El quinteto de Nagasaki se alarga más de la cuenta, se torna confuso y, pese a la multiplicidad de voces discursivas, resulta uniforme.