A Marcelo Gallardo, entrenador de River Plate y alguna vez gran mediocampista, se le castigó con una multa de 1.500 dólares para el partido con Gremio y no podía pisar el campo de juego ni el camarín y tampoco comunicarse con sus colaboradores, especialmente con Matías Biscay, el principal.
El caso es que el "Muñeco" Gallardo hizo lo que no podía y, desde luego, entró al camarín movido por la necesidad del triunfo, que finalmente fue espectacular, y así rompió el castigo, se metió a los vestuarios y cuando lo vieron, enojado y envalentonado, gritó y pidió fotos, porque puede vivir con esa pena y castigo.
Matías Biscay, en conferencia de prensa, negó cualquier comunicación y hasta dio como alternativa que Gallardo podía estar hablando con su familia, lo que provocó la risa del defensa Javier Pinola, también presente en la conferencia.
Lo evidente fue que el entrenador, desde una cabina del Arena de Gremio, estuvo pegado a un intercomunicador tipo radio portátil Handy, clase walkie-talkie , con un precio de unos 43 mil pesos en Chile y quizás más caro en Argentina, pero nada que no se pueda pagar.
¿Por qué se rio Pinola, Biscay ironizó y Gallardo cruzó el charco y no se esconde ni avergüenza?
Porque lo ocurrido es la pieza cómica de un castigo inútil e intrascendente.
Es papel mojado y un ejercicio de burocracia vana.
Es más bien un chiste y de ahí nace la mofa, el desdén y el desparpajo.
Lo del ingreso al camarín, en este episodio humorístico, fue ponerle luces y sonido a una sanción esponjosa y grandilocuente, pero inofensiva.
Y no es de ahora, sino de antiguo, porque el entrenador desde un cubículo del estadio se las arregla para mandar y diseñar el partido, pegado al aparato negro y dando instrucciones que, por lo visto y porque tenía un audífono en la oreja, fueron para Hernán Buján, otro ayudante, que escuchaba y le pasaba los mensajes a Biscay, que a lo mejor dijo la verdad y nunca habló directamente con Gallardo.
En otros tiempos era con mensajeros de medio pelo que recorrían las escaleras de a dos en dos y se aproximaban a la reja olímpica, para que un ayudante le pusiera oreja al mandato que venía desde arriba.
Y ahora son mecanismos de comunicación nítidos y perfectos que nunca fallan.
La pena es un ritual inútil e incumplible, que se hace por costumbre y resaca.
Así que los sancionados la evitan sin culpa ni remordimiento y siempre, por cierto, se pueden aumentar los fuegos artificiales, los dólares y los meses fuera de la banca.
Nada de eso cambiará el destino de ese tipo de sanciones, que terminan sumergidas en la parte menos santa del cuerpo humano.
Y por eso la risa y el desprecio.