Y volvimos a caer en un
ranking. Esta vez se trata del Doing Business del Banco Mundial, donde retrocedimos un lugar respecto al año anterior, aunque debe decirse que ayer, dos destacados economistas chilenos vuelven a cuestionar su metodología, para concluir que, en el mejor de los casos -corrección incluida- estaríamos en el mismo lugar que el año pasado (55, en el mundo).
Sin entrar en la obsesión de los indicadores, resulta un dato cierto que persistentemente hemos tenido deterioros significativos en
rankings en los cuales tuvimos mejoras y posiciones de liderazgo exclusivo en la región. Desde luego, puede recordarse que en este mismo indicador en el año 2014 (aún con el cambio de metodología que introdujo el Banco Mundial el año 2013) aparecimos en la posición 34 del mundo en lo que se refiere a facilitación de negocios. En otros nos ha ido muchísimo peor, como el del FraserInstitute de Canadá, que genera un
ranking que pretende dar cuenta del ambiente de los negocios en el entorno de la actividad minera; allí caímos alrededor de 20 posiciones en un año, superándonos por primera vez Perú, en cuanto al ambiente de recepción de inversión minera en la Región.
Pero lo malo es que no se trata solo de economía, se trata de confianza, se trata de confianza en las instituciones, confianza en la justicia, en la política, en el otro grande -el Estado- y en los otros -empresas y funcionamiento de la sociedad-. Un arriesgado mensaje (algo simplón) diría que nos hemos ido deteriorando. Baste confrontar cualquier trabajo metodológicamente serio para confirmar esta tendencia (por ejemplo, en el índice de percepción de Corrupción de Transparencia Internacional bajamos del lugar 20 -2012-, al lugar26 -2017-).
Como todo en la vida, hay muchas formas de abordar las cosas que no nos gustan. Desde negarlas, minimizarlas o abordar la solución de ellas. Pero sin riesgo de ser pitoniso, diría que estamos frente a un problema no menor que comúnmente minimizamos, y cuando queremos abordarlo nos hemos descarriado pensando que aquel tiene solución a través de la virtud mágica de la ley, o digamos de muchas leyes, que bordean soluciones pero no acometen resultados, porque nadie quiere hacerse cargo de los resultados.
Para poder ver resultados necesitamos evaluar, siempre evaluar. Y volvemos a las noticias de esta semana. Ayer este mismo diario nos informaba que en un trabajo conjunto entre la Fundación San Carlos de Maipo y el Observatorio del Gasto Fiscal, ambas organizaciones de la sociedad civil, se asentaba que el 76 por ciento de los programas con foco en la infancia reciben evaluación insuficiente o mala. En palabras sencillas, los programas que conllevan gasto fiscal en este foco no están satisfaciendo el propósito por el cual se instalan, es decir no logramos el fin y gastamos mal, teniendo presente que esta evaluación se hace por la propia Dirección de Presupuestos, con el concurso -a veces- de expertos, pero que en la realidad jurídica no es ni autónoma ni necesariamente imparcial, pese a los esfuerzos que ella buenamente haga.
En nuestro país, ninguna entidad realiza labores de impacto regulatorio, lo que promueve con suma facilidad que nuestro stock de normas solo tenga aumentos, muchas veces contradicciones y en ocasiones sendas duplicidades. Las ventanillas únicas, a estas alturas son una quimera, porque siguen abriéndose verdaderos ventanales donde cada proyecto, cada programa, cada iniciativa, tiene que circular bajo el acompañamiento de voluntades que se apartan de la decisión técnica y se acoplan a la voluntad política de su implementación. Y, como si esto fuera poco, tampoco hay una entidad que evalúe el cumplimiento de la ley y el subyacente gasto que importa el establecimiento de un programa, un servicio o una política pública. Por eso que es invisible aumentar el tamaño del Estado, porque no tiene consecuencias medibles.
Einstein sostenía -quizás es un mito- que no podemos pretender resultados distintos si seguimos haciendo las cosas del mismo modo. Si queremos ser parte de la solución y que nuestro país recupere o mejore el sitial que tuvo en el marco de los indicadores mundiales, debemos comenzar a evaluar seriamente lo que hacemos desde el plano legislativo y desde el concurso de la ejecución presupuestaria, poniendo de relieve cumplimiento, eficiencia, eficacia y resultados.
Para ello es indispensable que una entidad, con la necesaria independencia (esto es que pueda decidir qué evaluar), con una sana decisión autónoma de gasto (cómo evaluar), de oportunidad (cuándo evaluar) y de transparencia (liberando los datos utilizados y los resultados a los que llegue) tome cuerpo y relevancia. Ello nos permitiría darnos cuenta de la grasa que tenemos en la implementación de las decisiones de bien común que guían al Estado, volver al camino de la confianza y, por supuesto, darnos cuenta de quienes dejaron hace un tiempo de ser un aporte en la construcción de un mejor país.