Aki Shimanaki nació en Japón en 1954, años después del estallido de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, y vive en Canadá desde los nueve años. Esta novela es una prueba más de cómo los grandes traumas históricos perduran y de cómo la memoria va mucho más allá de lo vivido, pero también es una muestra del modo en que un escritor puede engarzar diversos relatos -individuales y familiares- en un gran tapiz cuyos marcos son parte de la historia que conocemos. Todo parece precipitarse el 9 de agosto de 1945, cuando Fat Man cayó al norte de la ciudad, en el valle de Urakami, lugar en donde se concentraba la población católica de Nagasaki. Aunque se hubiera desviado mucho del centro, la detonación causó entre 30 y 40 mil muertes en el primer minuto, y casi el doble un mes después. Sin embargo, los hilos que comienzan a aflorar no tienen relación directa con la bomba, salvo el hecho de que casi todos los habitantes de un edificio con dos viviendas sobrevivieron, excepto uno, el padre de una de las protagonistas; pero en las primeras páginas de la novela, el lector se entera de que no murió por la explosión, sino envenenado por su hija.
Todo el mundo guarda secretos, sugiere la narradora y lo explicita la contratapa. Lo que hay acá es una densa trama de ocultación, mentiras y crisis que arrasan con todo. ¿Qué puede motivar a una adolescente a matar a su padre? ¿Qué ven ella y el hijo de los vecinos a través de las tablas sueltas del techo de las piezas, por donde se mueven en silencio? ¿Qué consecuencias tiene todo ello en familias que se dispersan por el mundo? El título de la novela alude a las voces que se turnan en asumir el relato y van así develando otros aspectos que con frecuencia muestran bajo una luz muy distinta lo que ya conocía el lector. El procedimiento es antiguo -ya lo usó con singular maestría Wilkie Collins en un clásico de clásicos,
La piedra lunar, a mediados del siglo XIX-, pero no pierde esa virtud, la de iluminar de distinto modo la historia que se va desarrollando. Con todo, hay algo que chirría en la novela. El estilo no es depurado, como se lee en la contratapa, sino abiertamente simple; y hay mucha información que parece destinada no tanto a ofrecer un contexto, sino a extender el relato antes de ir a lo principal. Pero lo principal es que el telón de fondo queda así, nada más, como el tapiz que contiene el relato, contra lo que parecen sugerir tanto el título como el tiempo en que se cifran los grandes secretos.
Aki Shimazaki.
Lumen, Barcelona, 2018. 448 páginas.