No faltan argumentos para que el estreno de "El tribunal del honor" tenga la estatura de un acontecimiento cultural. Estrenada en Santiago en 1877 la segunda pieza de Daniel Caldera, de 25 años, se convirtió en el mayor éxito teatral chileno en su época. Hace tiempo que los estudiosos coinciden en elogiar la audacia de su temática, la solidez de su estructura dramática y composición de personajes; se la categoriza como uno de los primeros dramas escritos en Chile, iniciadora del realismo costumbrista en la escena nacional y uno de los ecos más significativos del romanticismo en nuestro pasado cultural. Sin embargo, este hito fundacional del teatro criollo no se representaba aquí -a lo que sabemos- al menos desde los años 30.
De más está decir que su intriga, inspirada en un femicidio ocurrido en San Felipe, levantó entonces escandalizada polémica. Se instala en esa ciudad en el hogar de un militar de alto rango, con la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) como telón de fondo. En tres actos relata el reencuentro, tras diez años sin verse, de la señora de la casa con su amor de juventud, ahora convertido en un destacado oficial del Ejército camino al frente. El triángulo amoroso conduce a un ineludible final sangriento que denuncia la violencia represiva ejercida sobre la esposa por el marido, el que, según la norma establecida, es su dueño. También toca otros temas, como la locura a que llevan los celos desmedidos (con una alusión explícita a "Otelo"), el honor militar y la dignidad herida del macho que se cree engañado, y el fortalecimiento de la identidad nacional.
Aunque rescatar esta obra del olvido sea un propósito loable, su resultado por desgracia no logra satisfacer las expectativas; principalmente porque la puesta que dirigió Juan Pablo Peragallo tiene más de un serio problema de estilo. Aun antes de comenzar saltan a la vista ciertas decisiones erradas o al menos incomprensibles. La representación sucede en un escenario dentro del escenario, metros más atrás del proscenio; el espacio libre, con algunas butacas y una antigua máquina para producir ruido de viento, se utiliza muy poco y por fuerza distancia el relato y su efecto emocional, al revés de lo deseable. La ambientación, en general, sugiere bien un salón burgués, pero ¿qué quiso significar el papel raído en las paredes? Esto es realismo.
Más grave es que, hasta promediar el relato, en el estilo de actuación predomina un tono de comedia vodevilesca (no en el trío protagónico) como si la versión hubiera decidido
a priori que el modo de vida retratado es hoy risible. En ese tramo uno puede sentirse desorientado también por otros recursos intrigantes: escenas en cámara lenta o que se congelan, golpes de sonido alarmantes, canciones actuales (por ejemplo "My Way", tocada al piano). Es difícil doblarle la mano al costumbrismo. Cuando quiere tomar en serio el drama, los antecedentes de contexto contradicen el brusco giro. María Paz Grandjean defiende su María con convicción y nobleza, en tanto Michael Silva, ciertamente una mala elección de reparto como el ex novio, no le da prestancia a su rol ni tiene química con su amada. Así no hay exaltación romántica posible. La entrega avanza a tropezones. Podemos deducir que Peragallo no estaba preparado aún para asumir un desafío de esta envergadura.
Sala Antonio Varas. Miércoles a sábado a las 20:00 horas. Hasta el 24 de noviembre.