Para la BBC fue el proyecto de la década. Medio centenar de producciones centradas en torno a la Gran Guerra: un torrente de producciones de ficción y no ficción, concentradas en cuatro años, a partir de 2014; un arrebato de tal dinamismo que incluso fue generando otros proyectos en el camino -como un sorprendente filme de Peter Jackson en 3D que acaba de llegar a pantallas-, y que recién ahora está llegando a su fin. En su momento, el canal británico lo promocionó como evento sin precedentes, y hasta ahora han tenido razón: nadie ha desplegado la misma energía en torno a dicho centenario. Ni los norteamericanos (porque "su guerra" fue contra los nazis), ni los alemanes -para quienes la figura del Kaiser resulta menos familiar que la de Hitler-, ni los franceses (que han canalizado su trauma bélico vía novelas y cómics), y por cierto que tampoco los rusos, pese a que lo suyo sea un doble centenario, porque el recuerdo de la Primera Guerra Mundial va de la mano con el de su revolución y posterior guerra civil. Aunque el gobierno de Putin haya hecho lo posible por bajarles el perfil a las conmemoraciones, su legado, sus personajes, sus diatribas, polémicas y ecos están ahí, más que disponibles para ser traspasados a la pantalla.
Entonces, ¿dónde están las nuevas películas sobre la Revolución rusa?
El tema, en realidad, siempre ha sido sensible.
De Potemkin a Zhivago
Eso porque, prácticamente desde el principio del conflicto, los soviéticos entendieron que el cine era el instrumento narrativo ideal para dar cuenta del proceso. Para comprobarlo, basta revisar la avalancha de clásicos que los rusos produjeron en la década del veinte: volver a "El acorazado Potemkin" (1925), que convirtió un amotinamiento de marinos durante la guerra con Japón en la perfecta fábula prerrevolucionaria; o revisar en YouTube "La madre" (1926), notable adaptación de la novela de Gorki, realizada con abierto espíritu soviet; "Arsenal" (1929), de Dovzhenko, y su relato de la guerra en Ucrania, y en especial "Octubre" (1928), donde Eisenstein -envalentonado tras el impacto mundial de Potemkin- utilizó a verdaderos soldados para contar la caída de Kerenski y sus secuaces, escenificar la invasión del Kremlin, y revivir para el espectador esos afiebrados días de mediados de octubre de 1917, que aún se encontraban frescos en la memoria de miles.
La ilusión de realidad conseguida por esos y otros filmes fue tal, que Stalin -muy consciente del poder de la imagen móvil- optó por tomar distancia del cine entendido como crónica del aquí y ahora. Sumado a que muchos de los protagonistas de los hechos reales habían caído en desgracia (y entrado en la calidad de innombrables), el todopoderoso Koba en adelante fomentaría películas de corte histórico, comedias y sobre todo musicales (su género favorito), todos vehículos muy útiles para reforzar el concepto de una patria igualitaria y encaminada a un radiante futuro. Irónicamente, lo que quedó congelado en el camino fue el interés de los propios soviéticos por realizar filmes sobre la revolución, al punto que a mediados del siglo pasado parecían haber dejado el terreno libre para que el "lado contrario" contase en pantalla su propia versión de la historia: mientras los soviéticos aprovecharon el respiro cultural tras la muerte del dictador para rodar épicas historias de la Segunda Guerra -como "La balada del soldado" y "Cuando pasan las cigüeñas"-, los cines de occidente consumieron Revolución rusa vía melodramas hollywoodenses como "Anastasia" (1957), donde Ingrid Bergman interpretaba a una presunta sobreviviente de la matanza de los zares, y sobre todo "Doctor Zhivago" (1965), la ambiciosa adaptación de la novela de Boris Pasternak (uno de los némesis culturales de Stalin), en la que un sufrido Omar Shariff atravesaba hielo, guerra y estepa en busca de una inalcanzable Julie Christie. En términos de sufrimiento y romanticismo, la cinta aún funciona, pero como lección de historia su deuda fue lo bastante grande para que quince años más tarde Warren Beatty corrigiera y mejorara la fórmula con "Reds" (1981), su versión de la odisea de John Reed, el periodista que reporteó los momentos centrales del conflicto para diarios estadounidenses, convirtiéndose él mismo en un soviet honorario y víctima de una maquinaria que no se detuvo por nada ni nadie. Aunque fue criticado por un importante sector de la industria por hacer un filme de "rojos", el esfuerzo le valió a Beatty tres Oscar -incluyendo uno por dirección-, y además la satisfacción de escuchar la internacional comunista, cantada a todo pulmón, en un filme financiado por el capitalismo puro y duro.
Vida y destino
Es posible que tenga otras razones para sentirse vindicado: a 100 años de la revolución y puestos en el trance de realizar su propia superproducción, los rusos se olvidaron de los radicalismo y osadías del pasado, y eligieron un tono tan fatalista y romántico como el de Zhivago y Reds: estrenada el año pasado por el canal ruso NTV -y semiescondida en el catálogo de Netflix- se encuentra "Peregrinación por los caminos del dolor", serie basada en una trilogía de novelas del soviético Alekséi Tolstoi en torno a dos hermanas, sus respectivas parejas y una multitud de personajes secundarios que se ven envueltos en el torbellino cuando la declaración de guerra contra Alemania y la posterior abdicación del Zar precipitan la debacle de un sistema que parecía inconmovible. Nadie se escapa de la tormenta: los chicos universitarios que se divierten con las vanguardias artísticas, el poeta maldito de rigor, la acomodada burguesía de gustos europeos, los anarquistas encubiertos, el campesinado que soporta oleada tras oleada de militares y montoneras en plan de saqueo y, por cierto, tampoco las hermanas Smokovnikov, Darya y Ekaterina, quienes de vivir en un espacioso piso de San Petersburgo, van observando cómo su mundo se desintegra paso a paso hasta que de pronto se hallan separadas a miles de kilómetros, víctimas de un destino caprichoso que hace mucho dejaron de controlar.
De una forma similar a "Guerra y Paz", del otro Tolstoi (con el que no tiene ninguna relación de parentesco), Peregrinación se sirve de su gigantesco repertorio de caracteres para imprimir a su relato una dimensión monumental y multilateral de los hechos, pero al hacerlo solo aumenta la sensación de fragilidad en cada uno de estos sujetos. Sus vidas, sus actos, sus sueños y fantasías quedan convertidos en hojas movidas por el viento, sin dirección fija, y ellos mismos en meras marionetas de una historia que mueve, tuerce y corta sus hilos, solo para reemplazarlos por nuevos muñecos, y luego por otros tantos más. Los dos personajes más dañados -porque su vida deviene irreconocible, pero además porque sobreviven peripecias sin cesar- son los respectivos esposos de las hermanas, Telegin y Roshchin, ingeniero uno y militar de carrera el otro, ambos con férreos principios conservadores: la revolución los convierte en aventureros y mercenarios, capaces de estar con los "rojos" o los "blancos", a sabiendas que en cada vuelta de mano se traicionan a sí mismos, un poco más cada vez.
La visión no deja de sorprender; de partida porque se trata de libros que Tolstoi escribió en pleno tránsito del bolchevismo al estalinismo (entre 1921 y 1940), pero también porque se trata de un producto estrenado en un momento en que cualquier crítica hacia un proceso autoritario en Rusia es observada con mucha atención por parte del gobierno, y sobre todo porque la serie fue emitida a través de NTV, un canal privado, pero del cual Gazprom -la empresa estatal de gas natural- posee un 30%.
Tan interesante como "Peregrinación por los caminos del dolor" es su contraprogramación estadounidense: "The Romanoffs", que -aunque su nombre lo sugiera- no tiene directa relación con Nicolás, Alejandra y el árbol familiar de los zares. Creada para Amazon Studios por Matthew Weiner, el hombre detrás de la extraordinaria "Mad Men", esta serie de ocho episodios (de hora y media cada uno) evita deliberadamente cualquier referencia histórica para centrarse en los Romanoff del presente, en los parientes verdaderos y en los falsificados, gente que vive de vestigios gloriosos y quimeras pasadas, o que simplemente les da la espalda, en un intento por controlar por sí solos un futuro eternamente nublado por su lustroso apellido. Aunque el último capítulo se emitirá recién el 23 de noviembre, Weiner ya ha sido zarandeado por críticos y prensa porque -según ellos- los resultados no estarían, ni de cerca, a la altura de su programa anterior, pero la verdad es que yerran el punto: antes que un inmenso fresco de un tiempo pretérito, como el que ofrecía "Mad Men", "The Romanoffs" parece alimentarse de la levedad de los tiempos actuales y captarla plenamente en su patetismo, en especial si va filtrada a través del prejuicio, la crueldad o el desprecio. Inserto en un mundo bombardeado por publicidad, spam y saturación mediática, el lejano recuerdo de los Romanoff -ese que la Revolución rusa intentó erradicar hasta sus cimientos- ha perdido en estos relatos todo hálito de fascinación o misterio. Cien años más tarde, se ha visto reducido a un hashtag , a un posteo, a algo tan pasajero como un capítulo de serial.