La inclusión social de las personas discapacitadas parece estar de moda en la escena criolla, que abusa de ese incentivo a riesgo de distorsionar la recepción de más de un montaje. Como le sucedió recién a "Molly Sweeney". Es el caso también de "Mi hijo solo camina un poco más lento", que se anuncia como otro mensaje aleccionador de la actitud políticamente correcta, siendo mucho más que eso. El mayor éxito hasta ahora del croata Ivor Martinic -que escribió en 2011, a los 26 años, y se ha dado como reguero en numerosas plazas- es en verdad una entrañable, sensible y, a veces, despiadada meditación acerca de la familia; una que lidia lo mejor que puede con la desgracia de un hijo confinado a una silla de ruedas, víctima de un mal degenerativo que no se nombra.
Del talento de ese autor ya sabíamos gracias al extinto y recordado Festival de Dramaturgia Europea, cuya novena edición, hace una década, presentó uno de sus textos tempranos. En rigor, "Mi hijo..." tampoco es un estreno absoluto: el III FIBA en Chile, en 2015, ofreció brevemente la versión bonaerense; en esa cartelera hasta hoy desde hace cinco años.
Escrita, representada y para ser apreciada con el corazón, esta es una obra a primera vista pequeña, pero de fuerte impacto. Aquí, Martinic se vale de los recursos más simples, despojados de todo artificio, para hacer desfilar algunos momentos en el día que Branko cumple 25. En torno a su silla de ruedas circulan su fatigada madre, que se niega a aceptar que el daño del joven es irreversible; sus parientes más cercanos (la abuela afectada por un alzhéimer), y una amiga, los cuales festejarán la fecha con alegría forzada. Así refleja la falsa utopía de la familia unida y feliz, y que el hogar puede a veces ser una prisión. Con cariño y ocasional crueldad retrata, en tanto, las contradicciones de unos seres vulnerables que ansiosamente buscan tocar la verdad esencial del otro, sin lograrlo. Quizás quienes caminan son más discapacitados -emocionalmente- que el impedido. ¿Vale la pena vivir la vida?, parecen preguntarse todos en el fondo de sí mismos. La propuesta respira la más honda humanidad.
La ficción ocurre en un espacio neutro con leves señales de que estamos ante un interior doméstico. Igual que la versión porteña, esta también se da con la luz de sala encendida -para indicar que la platea y el escenario no son muy distintos- y con los 11 actores siempre en escena, cada cual acompañando la cita íntima de otros personajes mientras espera el turno de la suya. El que dice el lenguaje acotacional ocupa el rol de narrador, invisible para el resto; él suele anunciar acciones físicas que el ejecutante aludido no realiza, sugiriendo que al acercamiento recíproco le falta algo.
No es la primera vez que pasa: el montaje local supera al trasandino. Aquel tendía al exceso acentuando los rasgos reideros. Este no carece de humor, pero se despliega con una sinceridad que desarma, en una atmósfera en tono menor de dulce tristeza y áspera poesía. De ese modo hace relucir la musicalidad del hermoso texto y su raíz chejoviana. Bárbara Ruiz-Tagle, en su primer cometido de peso, modula la entrega con el aplomo de una directora fogueada. Se apoya, claro, en un hábil casting y en un elenco de lujo, difícil de reunir de nuevo, que incluye a algunos de los intérpretes más dotados en la plaza de diversas generaciones.
Teatro Mori Bellavista. Jueves y viernes a las 21:00 horas. Sábado a las 20:30 horas. Hasta el 1 de diciembre.