La derecha suele tener poca consistencia en sus convicciones, y a veces la tendencia a emular las consignas de la izquierda. Sin embargo, esta vez -tras el despliegue de entusiasmo de algunos dirigentes hacia un peculiar candidato presidencial brasileño- es tiempo de advertir los riesgos de inclinarse por opciones autoritarias y populistas.
Los conglomerados políticos no son sectas religiosas enclaustradas en una capilla homogénea, y en su seno conviven diversas posiciones y grados de pluralismo que enriquecen el conjunto. Siempre habrá diferencias en el margen respecto de las mejores políticas públicas para alcanzar ciertos objetivos compartidos. No obstante, existen principios fundamentales, que han inspirado a través de los tiempos a las derechas en el mundo occidental y también a la chilena, históricamente representada por los partidos Liberal y Conservador. Entre ellos, la libertad económica ha sido un núcleo central.
El respeto al derecho de propiedad, la existencia de mercados libres y competitivos y el libre comercio han sido tradicionalmente su patrimonio, con grandes exponentes decimonónicos, como Abdón Cifuentes y Zorobabel Rodríguez, ambos del Partido Conservador.
La libertad económica, cuyos fundamentos fueron magistralmente expuestos por Adam Smith, introdujo el cambio más importante en la historia de la humanidad al impulsar, por primera vez en miles de años de existencia, el crecimiento económico y, con ello, mayor prosperidad para todos, especialmente para los más desposeídos. Sin embargo, la libertad económica tiene también una dimensión moral, porque es la expresión material de todas las libertades, y permite que los individuos y las asociaciones sean libres de perseguir en paz objetivos e ideales que son distintos. En definitiva, entrega una esfera de protección que permite a las personas autonomía para ser actores de sus propias vidas.
Es entendible, entonces, que para algunos pueda resultar tentador un candidato, como Bolsonaro, con un programa económico elaborado por un Chicago Boy. Sin embargo, la economía de mercado no es indivisible de otros valores políticos, sociales y culturales. De hecho, la contribución de Smith no se limitó a identificar esa "mano invisible" que en los intercambios comerciales permite conciliar los intereses propios con el interés del conjunto. No es mera coincidencia que su teoría económica emergiera simultáneamente con otras transformaciones sin precedentes, coherentes con su esencia y sin las cuales carece de la legitimidad moral necesaria para perdurar en el tiempo.
Efectivamente, ella es el producto de una conjunción de factores que tienen como denominador común el surgimiento de un individuo igual ante la ley y en sus derechos, y con la facultad de elegir sus propios gobiernos por medio de una democracia representativa. Pero se trata de gobiernos limitados en sus atribuciones por una serie de instituciones que actúan como contrapesos y equilibrios al poder, y por un conjunto de derechos individuales que impiden el uso personalizado y arbitrario del poder.
Otros dos aspectos de su pensamiento son igualmente vinculados con el todo: primero, la importancia de una nueva "sensibilidad" moderna, que refleja lo que él llama sympathy o empatía, que es esa capacidad para identificarse con otro, por diferente que este sea, y finalmente, la conciencia de la igual dignidad de todos por el mero hecho de compartir una humanidad común, al margen de su situación económica, social, racial, étnica o sexual. En este sentido es que el pensamiento de derecha clásico no es compatible con formas de populismos autoritarios y que dependen de una retórica a veces cruel, racista, homofóbica o xenófoba. Ni siquiera cuando la alternativa es una candidatura de izquierda radical teñida por la corrupción.