Se conoce con este nombre a ciertos artilugios de fierro que, según dice la policía, "mantiene" el hampa para forzar chapas, cadenas y demás (mala costumbre que el hampa también "mantiene"). O sea, para entrometerse en domicilio ajeno. ¿Será esta práctica la que explica el extraño nombre de "napoleón"? Porque los Napoleones en Europa hicieron precisamente eso: meterse en los domicilios del
ancien régime a comérselo y tomárselo todo, resarciéndose de su pobreza en Córcega.
Si Usía lee a Proust, será recompensada, luego de horas de indescriptibles latas, con cuartos de hora estupendos: el placer del pelambre esnob, ágil y chispeante, que proporciona todo el conocimiento inútil que un lector aburrido puede desear para pasar el tiempo, contemplando, fuera de peligro, cómo los demás
homo sapiens se desgarran mutuamente. Pasa igual que con las óperas de Wagner, de las que Meyerbeer, que también componía las suyas, decía que, luego de atroces horas de sufrimiento auditivo, se descubría maravillosos pasajes de cinco minutos que justificaban la espera.
Proust transmite los terribles pelambres que sufrían los Napoleones de parte de la vieja nobleza, que los miraba en menos con inquina y fruición, y a quienes castigaba con "el látigo de la indiferencia". Castigo harto injusto porque al menos varias cónyuges napoleonas fueron personajes muy dignos y respetables. Como Eugenia de Montijo, que usó a veces el título de condesa de Tebas, pero que tenía varios otros y era dos veces grande de España. Virtuosa y desventurada, Napoleón
Trois la rondó y rondó, preliminarmente, sin éxito: ella le decía que "o con libreta en la mano, o
nequaquam". Por lo que apenas se tituló emperador de Francia, le pidió matrimonio y se casó con ella, celebrando el paso con una fiesta donde se gratificó a los invitados con una torta increíblemente cara y compleja.
La burguesía napoleónica, a su vez, practicó el pelambre de la emperatriz. Esta invitaba a comer en el castillo de Compiègne, donde la pobre se esmeraba en atender lo mejor posible. Y presidía unos salones, a decir verdad, algo pacatos: "Ugénie", como le decía el emperador, era sumamente católica (para llegar a su alcoba, comentaba el petiso, había que pasar previamente por el oratorio), y no aceptaba en su presencia desacato alguno. Los invitados, que iban precisamente a desacatar, se vengaban sometiendo a inmisericorde escrutinio el menú, una vez que se lo habían tragado todo, y con repetición. De lo que más se reían era de los pepinos cocinados que servía la emperatriz. Que, pa' que vea Usté, no son en absoluto malos.
Lenguados con pepinos
Pele y corte pepinos en trocitos de ½ cm, y cuézalos en mantequilla. Ponga filetes de lenguado a pochar en mantequilla, fuego suave, sin dorarlos. Resérvelos calientes. Luego, rodee el pescado con los pepinos. Vierta encima la mantequilla de freír el pescado, bien caliente, espolvoree perejil picado y agregue gotas de jugo de limón.