Releyendo a André Bazin (1918-1958), no deja de llamar la atención la fe que le tenía al
western. Estaba totalmente convencido de que su vitalidad estaba amarrada a la vitalidad del cine mismo. En 1953, escribía: "El
western ha hecho de las más modernas de las epopeyas, una nueva guerra de Troya. La marcha hacia el Oeste es nuestra Odisea". Luego, en 1955: "El
western está hecho sin duda alguna con materiales distintos a los de la comedia americana o el film policíaco. Sus avatares no afectan realmente a la existencia del género. Sus raíces continúan penetrando bajo el humus de Hollywood y siempre es posible asombrarse viendo aparecer verdes y robustos retoños a lado de los híbridos (...) que pretenden suplantarlos".
Pero el crítico asistía al último esplendor del género. Si en 1950 Hollywood produjo 130
westerns, en 1960 fueron 28, cuenta "The Oxford History of World Cinema". Hoy, ese número es casi cero. ¿Qué pasó? Con la posguerra, Vietnam y la crítica cultural que nació del marxismo, Estados Unidos, y el resto de Occidente, perdió buena parte de su fe en la civilización, el progreso, la familia y el imperio de la ley. Los valores conservadores sobre los que se fundaba el
western comenzaron a ser profundamente cuestionados. Súmese el incremento de una población urbana que se siente cada vez más lejana de un género eminentemente rural. Como cuenta también el Oxford, no bastando con eso, el público joven comenzó a sentirse cada vez más molesto con las historias, propias del
western, donde los jóvenes recibían lecciones de unos mayores más experimentados y sabios.
Los que aún miramos
western, sabemos que los caballos, las lluvias, los paisajes y los revólveres no son lo más importante. Importan, claro, pero lo esencial del género estaría en su moral. Bazin de nuevo: "Esta moral es la de un mundo en el que el bien y el mal social, en su pureza y necesidad, existen como dos elementos simples y fundamentales. Pero el bien que nace engreda la ley en su rigor primitivo, y la epopeya se hace tragedia por la aparición de la primera contradicción entre la trascendencia de la justicia social y la singularidad de la justicia moral; entre el imperativo categórico de la ley (...) y aquel otro, no menos irreductible, de la conciencia individual". En palabras más gruesas, la médula del
western está en cómo el imperio de la ley, aún frágil en la frontera, choca con lo que el héroe considera correcto.
Este conflicto, sin embargo, sigue vigente. Atraviesa casi todo el cine de Eastwood, uno de los últimos directores del cine clásico. Está también en cada película en que el protagonista toma la justicia en sus manos. Puede tratarse de un policía que decide, por razones personales, tomarse atribuciones que la ley jamás le daría -todo "Harry el Sucio" y todo "Duro de matar"- o involucrar a un agente de la CIA retirado, como Liam Neeson en "Búsqueda implacable" (2008) y sus secuelas, que no deja títere con cabeza. O puede ser la desesperación de un trabajador forestal en el sur de Chile, como en "Matar a un hombre" (2014), de Alejandro Fernández Almendras.
Cada vez que la justicia es débil o inoperante, entramos en el territorio del
western. Esto no garantiza que la película sea buena o interesante, pero sitúa sus coordenadas morales. "Justicia implacable", recién estrenada, con Jennifer Garner como una madre que busca venganza por el asesinato de su hija, es en el fondo un
western. Cambia el campo por una atiborrada ciudad, los caballos por automóviles, el ganadero implacable por el narco implacable, pero no mucho más. Mediocre, de montaje torpe y trama pobre, contiene, sí, la idea de que la civilización es una cáscara muy delgada. En eso, posiblemente no se equivoca.
Justicia implacable
Dirigida por Pierre Morel.
Con Jennifer Garner, John Gallagher Jr. y John Ortiz.
Estados Unidos y Hong Kong, 2018, 101 minutos.