Desde ese primer equívoco primer plano -la sinuosa cadera de una mujer sobre una cama-, la directora y guionista de "Vida Privada" ("Private Life"), Tamara Jenkins, nos conducirá con mano certera por lo más personal y lo más pedestre de un matrimonio puertas adentro.
Aunque precisamente -y por aquí el equívoco- aquello en que están enfrascados Richard (Paul Giamatti) y Rachel (Kathryn Hahn), una pareja de artistas neoyorquinos, debería ser íntimo y muy trascendental. Llevan algún tiempo empeñados en tener hijos, una decisión que parecen haber tomado algo tarde: cuando empieza la película no sabemos a ciencia cierta en qué parte del tratamiento de fertilidad están.
Sí que es evidente que la cadera en la cama del cuarto matrimonial es lo menos sexy del mundo -está ahí para recibir el pinchazo de una jeringa- y que sus vidas se han convertido en una rutina de ir y venir a consultas y clínicas especializadas, vestidos con batas y gorros, apretados entre decenas de otros pacientes en los mismos "trámites", con atuendos igualmente risibles (la intimidad expuesta).
Hay tanta gente involucrada en lo que ocurre, o debe ocurrir, con los óvulos, la eyaculación, la fecundación -todo de una asepsia como corresponde- de la pareja, que ese espacio de intimidad ya no existe. Su mismo aspecto los delata: ella algo desgreñada, vestida de cualquier modo; él, siempre ansioso y preocupado.
Ciertamente la familia, amigos y hasta vecinos también están involucrados. Porque el día a día sigue: hay reunión de Junta de Vecinos para discutir cualquier cosa; también de pronto hay que recurrir a la familia y ahí está la siempre exasperada Cynthia (genial Molly Shannon) y su generoso marido Charlie (John Carroll Lynch); y luego aparecerá su sobrina Sadie, que se lleva mejor con ellos que con sus padres (nadie se lleva bien con Cynthia).
Jenkins maneja con mucha agudeza esta historia por el camino de la comedia dramática, exponiendo la por momentos ridícula burocracia de ese mundillo en que chapotean Richard y Rachel, cada uno como puede, y según sus formas de neurosis. Las citas con el inefable médico (Dennis O'Hare), las visitas al departamento de la asistente social (la adopción entra en el rango), la batería de medicamentos, los niños del edificio pidiendo dulces en Halloween, las páginas de "donantes", todo ello tiene un sutil punto cómico (hay escenas hilarantes) que, eso sí, jamás hace sorna de ellos. Richard y Rachel no solo tienen humor (se ríen a menudo de las convenciones y las correcciones políticas en torno al tema hijos), sino que no son seres para inspirar compasión. Más bien provocan simpatía y, a medida que avanza el metraje, una cierta admiración: con todo aquello que puede destruir a cualquier pareja, ellos parecen fortalecerse; se apoyan mutuamente, a veces él a ella, otras ella a él, según los puntos débiles de cada cual.
Envueltos en su obsesión, el resto de lo que define sus vidas pasa a segundo plano. En su caso, es tener hijos. ¿Y no es lo que suele ocurrirle a casi todo el mundo: enfocados solo en un asunto, estar distraídos de lo esencial? Y si se trata de obtener algo fervientemente deseado ¿no se llama a eso perseverancia?
Son cuestionamientos que brillantemente Tamara Jenkins deja lanzados sin la menor solemnidad, con mucho humor y no poco de ternura.
Paul Giamatti, siempre eficaz, en el mejor rol de su vida, de la mano de una inspirada Kathryn Hahn en un memorable protagónico; ambos rodeados de un elenco de lujo, esos secundarios de gran carrera, que el espectador sabe que ha visto en alguna parte.
Muy Buena.
(En Netflix).