Raúl Zurita toma el ascensor. Va llegando algo atrasado a su clase en la universidad. La clase es importante: hablará del CADA, el Colectivo Acciones de Arte, que fundó junto a otros artistas en plena dictadura militar. Este "hombre de 66 años, pero en un cuerpo de 80", como él mismo se define en la cinta, va observando sus imágenes y su obra de hace casi cuatro décadas, y al hacerlo -pese a los achaques, al párkinson y al largo camino recorrido desde entonces- luce curiosamente joven, cargado de energía, listo para intentarlo todo, otra vez.
Delicado balance
La escena es parte de "Zurita: Verás no ver", el hermoso documental de Alejandra Carmona acerca del poeta, pero también podría aplicarse al evento donde la película acaba de tener su estreno mundial: la vigésima quinta versión del Festival Internacional de Cine de Valdivia (FICV). Ello porque, si bien es inevitable entrar en modo reflexivo y mirar hacia atrás cuando se cumple un cuarto de siglo, cada una de las muestras del evento -competitivas y no competitivas- parece abocada a la idea del delicado e inestable balance entre presente, pasado y futuro de la imagen móvil.
Es lo que el inagotable Jean-Luc Godard debate consigo mismo y sin darse tregua en "Le livre d'image" (2018), el ensayo visual que estrenó en el pasado Festival de Cannes -y que en Valdivia hace su debut latinoamericano-, pero también está presente en los dos títulos que el coreano Hong Sang-soo aporta a esta cita: "Grass" y "Hotel by the River", ejecutadas con mínimos recursos y máxima brevedad, casi como respuesta a un ambiente cinematográfico que hoy por hoy pareciera estar valorando justo lo contrario. Entonces, ¿Hong se encuentra a la vanguardia, como siempre creímos, o ha comenzado a apelar a la perfección y simplicidad del cine clásico, de los filmes del ayer?
Como, de momento, no parece haber respuesta definitiva, el FICV optó por formular la suya, vía una estrategia doble. Por un lado, programar 25 títulos nacionales que hacen eco sobre estos últimos 25 años; por otro, intentar contestar la pregunta del millón a través de su selección de estrenos nacionales: ¿hacia dónde se dirigirá el cine chileno pos Oscar? ¿Cuál será el reemplazo nacional de los "novísimos", la generación que gatilló el despegue que parece haber culminado en febrero pasado?
En principio, uno podría creer que la respuesta del Festival estuvo contenida en los filmes del año -que incluyeron nuevos trabajos de las cineastas Carolina Astudillo, Antonia Rossi, Teresa Arredondo y Margarita Posick-, pero la verdadera sorpresa corrió por cuenta de algo que usualmente no es más que un mero saludo a la bandera: la muestra conmemorativa. Integrada por operas primas, cortometrajes e incluso trabajos de escuela, la selección funcionó como efectivo retrato de los inicios de algunos directores que han marcado la última década y media del cine chileno (Matías Bize, Cristián Jiménez, Alicia Scherson, Alejandro Fernández Almendras, Maite Alberdi, entre otros), pero sobre todo ayudó a recontextualizar, repensar, poner en perspectiva. Es cosa de revisitar "La sagrada familia" (2005), primer largometraje de Sebastián Lelio (quien la firmó entonces como Sebastián Campos), para comprender cuánto de esa primera explosión aún hace eco en la mirada desplegada por el hoy director de "Disobedience" (2017) y "Gloria Bell" (2018). A primera vista, la distancia parece inmensa; pero los fantasmas de la represión, de las cuentas pendientes y el tormento familiar, siguen ahí, en carne viva. Lo contrario parece sucederle a José Luis Torres Leiva, de quien se exhibieron tanto su primer corto -"Obreras saliendo de la fabrica" (2005)-, como el último: "Sobre cosas que me han pasado" (2018), basado en el libro homónimo de Marcelo Matthey; en términos de temas y sensibilidades, ambos filmes parecen equivalentes, pero en el lapso que media entre uno y otro, el cineasta ha cambiado de piel numerosas veces, renovándose creativamente al completo.
Cabe preguntarse si algo parecido ocurrirá en el futuro próximo con directores como Ignacio Juricic, de quien se exhibió "Enigma", su primer largometraje, estrenado mundialmente hace un par de semanas, en San Sebastián. Intensa crónica en torno a una madre que revisita la muerte de su hija, después que un programa de TV le ofrece investigar las verdaderas causas del deceso (aparentemente, un ataque homófobo), la cinta y su precisa puesta en escena -que apela a tomas de larga duración, estricto timing y perfecto sentido del encuadre-, parece la heredera natural del formalismo que los "novísimos" defendieron y practicaron en el primer tramo de sus carreras.
Fuera de control
El otro camino posible, en el inmediato futuro del cine chileno, raya en el terreno de lo inclasificable y lo fuera de control: "La Casa Lobo", alucinante pesadilla diurna que narra el destino de María, una chica fugada de Colonia Dignidad, quien en su intento por quebrar su destino, acaba por reproducir el distorsionado modelo de vida del cual acaba de escapar. Concebida por Cristóbal León y Joaquín Cociña, la cinta utiliza numerosas técnicas de animación -incluyendo un extraordinario despliegue de stop motion - para estructurar una parábola inversa: lo que parece redimirte y liberarte, en realidad te encadena, te maldice, te rompe. Lo que semeja una solución, una salida, en verdad es un callejón. No se me ocurre mejor advertencia y consejo para nuestro audiovisual, ahora que se pregunta qué hacer, en medio del cruce de caminos.