Este domingo nos encontramos con uno de esos evangelios que nos hace ponernos nerviosos y sentirnos cuestionados.
Se trata del famoso texto del joven rico. Es un hombre que, a pesar de tenerlo todo, no está satisfecho.Por eso recurre a Cristo, pues en nadie había encontrado respuesta a su trascendente inquietud. Llama la atención que lo primero que hace es arrodillarse ante él, al igual que lo hace el endemoniado de Gerasa o el leproso. Este joven se sabe enfermo y necesitado de ayuda, aunque él mismo no logra ver cuál es su enfermedad. Se trata de un hombre bueno, que cumple con la ley y hace el bien a los demás. Sin embargo, no es feliz.
El texto dice que Jesús fijó en él su mirada. Sabemos que se refiere a una mirada profunda, a su corazón, y ve lo que realmente le sucede: las riquezas se han convertido en ídolos para él. En el centro de su vida tiene el dinero, cosa que le impide ver a los demás y ver al mismo Dios. Jesús le hace un verdadero diagnóstico espiritual y lo invita a descubrir que, a pesar de tenerlo todo, le falta lo fundamental: poner a Dios en el centro de su vida. Por eso le propone una verdadera terapia para sanar su corazón: "anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, luego ven y sígueme". El final del pasaje es desconcertante: Cristo le ofrece vida plena, mientras que las riquezas le ofrecían infelicidad. Sin embargo, él optó por lo segundo, retirándose abatido y entristecido.
Claramente, a nosotros también se nos presenta hoy el conflicto respecto de los bienes y las riquezas. Es de conflicto, porque la experiencia nos enseña que muchas veces la relación con los bienes nos enferma, en lo personal y también como sociedad. El consumo desmedido y la sociedad del bienestar en la que vivimos, hace que la riqueza en sí misma se nos presente como un dios atractivo y eficiente, pues nos da todo aquello que le pedimos. Pero al mismo tiempo nos va encegueciendo respecto de la realidad y de lo verdaderamente importante. Siempre encontramos excusas para seguir acumulando bienes, y tenemos excelentes razones para postergar las cosas fundamentales de la vida, todo en pos de la riqueza. Sin darnos cuenta, ella empieza a controlar nuestra vida y nuestras relaciones.
Tal vez en esto está el peligro de las riquezas: olvidar que son un medio y convertirlas en el sentido de nuestra vida.
Cristo viene a establecer un nuevo hombre, un hombre libre.
Y para esa libertad, que consiste en vivir de verdad, es necesario dedicar la vida al amor y a la entrega a los demás.
Esto debe orientarlo todo. Los bienes y la riqueza adquieren sentido pleno cuando tienen como fin al prójimo, la caridad, y se convierten en una piedra de tropiezo cuando lo reemplazan y se convierte ella misma en un objetivo.
La invitación del Señor es clara: si quieres vivir de verdad, como hombre y mujer libre, debes vivir para el amor y para los demás. Lo que está en juego es todo. Por lo mismo, esta es una muy buena ocasión para preguntarte sinceramente, mirando lo profundo de tu corazón, qué son para ti los bienes y la riqueza y qué lugar ocupan en tu vida. Si son un instrumento para hacer el bien y la caridad está bien, pero si se han convertido en un fin en sí mismo, entonces acoge la invitación del Señor: anda, vende lo que tienes y compártelo con aquellos que lo necesitan. Entonces vivirás verdaderamente en libertad.
"Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud,' dijo el hombre. Jesús, mirándolo, lo amó y le dijo: 'Una cosa te falta: ve y vende cuanto tienes y da a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; entonces vienes y me sigues'".
(Marcos 10, 20-21)