La cuestión del día era cómo se iba a reaccionar ante un fallo que quizás no sería catastrófico, pero que podría suponer un complejo retroceso en la posición internacional del país. Al finalizar la lectura del presidente de la Corte, emergió con claridad lo sólida que había sido la defensa chilena y, en marcado contraste con el fallo de 2014 o del mismo rechazo de la excepción preliminar en 2015, se atuvo a ese elemento de previsibilidad que entregan los acuerdos internacionales sancionados con solemnidad, de los cuales los que demarcan límites y fronteras son la base de las buenas relaciones. La mejor manera de incrementar la cooperación e interacción entre los países es no poner en tela de juicio las fronteras existentes.
La contundente afirmación de la tesis chilena por parte de la Corte se debió no solo a lo válido de sus argumentos, y debe haber considerado que fallar de otra manera hubiese abierto una caja de Pandora de consecuencias incalculables, sino también a la gran unidad que se produjo en el país para apoyar la defensa de Chile y la sobriedad e inteligencia de su presentación (a pesar de dos sucesivas renuncias de los agentes). Fue un mérito del canciller Heraldo Muñoz -apoyado por la presidenta- el no haber roto la continuidad con la experiencia de la demanda del Perú, y a la vez saber entregarle un enfoque que aunó lo jurídico con lo político dentro de Chile, ante el continente y en otras partes.
Lo que pareció un gesto temerario, pedir la excepción preliminar, al final fue un paso adelante, por haber acotado la Corte el fallo subsecuente -no se toca 1904 y no habría resultado predeterminado si aceptaba la obligación de negociar- y no abrir la compuerta a un torrente imparable. Al igual que en 2010 ante Perú, el segundo gobierno del Presidente Piñera mantuvo inalterada la estrategia y las formas, lo que culminó el pasado lunes 1 de octubre.
Debo también dar testimonio del profesionalismo, destreza y sangre fría -que se necesitó- del agente Claudio Grossman. Ojalá en todos nuestros pronunciamientos, de autoridades o de los chilenos, se conserve la huella de sobriedad y adecuación -a veces zaherida como la fomedad chilena, pero muy apreciada en estos días-, en especial frente a la nación boliviana.
Con esta, después de lamer por un tiempo las heridas provocadas por años de innecesaria virulencia que provenía de Palacio Quemado, habrá que tener una política de manos abiertas a partir de lo resuelto en el fallo y en lo posible intensificar las relaciones. En el corto plazo, si el gobierno de La Paz asume un lenguaje normal, posibilitará toda conversación para facilitar aún más el libre tránsito en el espíritu y letra del Tratado de 1904, y otros aspectos de cooperación. Por otro lado, no nos hagamos la ilusión de que el mar se irá de la mente y afán de los bolivianos. Bolivia, para vivir y prosperar, no requiere de soberanía marítima; pero el mar ha llegado a ser parte del alma de la nación y esta percepción no se va a desvanecer de la noche a la mañana.
Como Estado no se puede hablar en términos de soberanía. No obstante, a lo largo del siglo XX se entretejieron algunas ideas y Charaña tenía algunos aspectos positivos que no se van a borrar. Sin embargo, por largo y largo tiempo hablar sobre este tipo de aproximación solo será posible de sociedad civil a sociedad civil; los gobiernos solo podrían intervenir en una etapa muy ulterior. Entretanto, en Chile va a crecer el debate y acaloramiento en torno al Tratado de Bogotá. Solo que esto no debe llevarse a cabo debido a raptos de apasionamiento, sino de un sano discernir. Al final de los finales, el siglo XX de la diplomacia chilena ha sido reivindicado.