"Nace una estrella", la carta de amor de Hollywood a sí mismo, se ha filmado ya cuatro veces. La próxima semana se estrena la última versión, dirigida y coprotagonizada por Bradley Cooper, con Lady Gaga a su lado. Todo indica que se trata de una digna versión de este encuentro entre una estrella que está cayendo y una que descubre todo que lo puede llegar a ser. Si bien la primera versión es de 1937 y la penúltima era de 1976, la "clásica" es y seguramente seguirá siendo por algunas décadas más la de 1954, con Judy Garland y James Mason, y dirigida por George Cukor.
"Nace una estrella", en aquella versión, es un musical y un drama. Qué prima, es difícil decirlo. Ahora, no es un musical en el sentido de que las personas tienen raptos de alegría y comienzan a bailar en la calle. Es un musical en el sentido de que hay muchas canciones interpretadas -y bailadas- por Garland y, si bien, cada una tiene su contexto "realista" (un ensayo en un bar de noche, la filmación de un musical, una película dentro de la película), cada una es más que una simple canción y expresa algo que resuena en la vida de Esther Blodgett o en su relación con Norman. El drama, en tanto, está construido de una manera sutil, pero incremental, con una elegancia digna de Cukor, donde lo que parece algo leve en un principio, incluso cómico, se va tornando oscuro y trágico.
Cuando se revisan cintas como esta, sorprende cuánto puede la música anclar una película a una época. Muchas de las canciones tienen su encanto, pero sus arreglos de orquesta, con ese determinado timbre de los años cincuenta, hace que las piezas musicales se sientan algo pesadas y, pese a su brillo, impuestas por las convenciones del momento.
El resto de la cinta, sin embargo, corre con una precisión y gracia propia de los cineastas que dominaban su oficio en el tradicional cine de estudios: largos planos secuencia que no llaman la atención sobre sí mismos, un montaje tan perfecto que no se percibe, un uso dramático del
widescreen, cuidado uso del color, diálogos cortos y al callo, actuaciones contenidas, rápidas, de un cuidado realismo. La mano de Cukor nunca duda ni tiembla. El resultado es que el espectador asiste a un mundo donde cada pieza tiene su lugar, en una sinfonía de trama, actuación y movimiento, donde nada parece dejado al azar. Es un bote perfectamente conducido, donde puedes bajar las defensas y entregarte, con la tranquilidad de que te llevarán al puerto prometido. Esta sensación, básica pero nunca despreciable, no es solo un placer en sí, sino la razón misma por la que nos sometemos a la ficción con tanta frecuencia: necesitamos sentir que detrás del azar y caos de la vida cotidiana, existe un orden y, en última instancia, un sentido.
Es cierto que a mediados de los años sesenta, el cine norteamericano estaba añejo y empolvado y requería urgentemente una renovación, pero tras los furiosos y espléndidos años setenta, que metieron calle, mugre,
rock'n roll y vida a la pantalla, algo se perdió en la industria. El cine laboriosamente armado y complejamente tejido a la Cukor, Hawks o Hitchcock, está hoy prácticamente extinto. En "Nace una estrella" los resultados de esta manera de proceder comienzan a brillar especialmente hacia el último tercio de la cinta, donde las cuerdas se tensan para dar con un final, que incluso hoy, con todo el cinismo que acarreamos como espectadores, encoge el corazón.
NACE UNA ESTRELLA
Dirigida por George Cukor.
Con Judy Garland, James Mason, Jack Carson.
Estados Unidos, 1954, 154 minutos.