"Cada vez que conozco a una persona nueva, pienso que será la última", le comenta la legendaria Agnès Varda a JR, su codirector y compañero de viaje, en los segmentos iniciales del documental "Rostros y Lugares". Razones tiene de sobra: el filme fue realizado cuando tenía 88, pero en mayo pasado celebró sus 90 años; de un tiempo a esta parte, sus ojos necesitan constante tratamiento, en ocasiones le cuesta desplazarse y se cansa con facilidad. El tema se asoma numerosas veces durante el filme, al punto que el artista visual -55 años menor- le dice en un momento que quizás deberían filmar todo lo que alcancen, "antes de que sea demasiado tarde".
"¿Demasiado tarde para mí?", contesta la realizadora, entre indignada y divertida por la insolencia del joven; pero consciente de que ese es precisamente el tono que el documental -nominado al Oscar 2018- va dándose a sí mismo, a medida que el dúo visita en su camioneta/estudio pequeñas localidades a lo largo y lo ancho de Francia, generando encuentros fortuitos y fugaces con sus habitantes; devorando kilómetros, atrapando con la cámara rostros, cuerpos y oficios, que acaban impresos en gigantografías de gran tamaño que Varda y JR pegan en paredes, frontis de casas, lugares públicos y sitios abandonados, parajes industriales, carros de tren y formaciones rocosas; de suerte que son los propios retratados, los lugareños, los vecinos, quienes acaban sorpresivamente convertidos en obra de arte e hito geográfico.
No es que esté pisando terreno nuevo. La cineasta siempre ha permitido que su interés por los misterios de la identidad alimente en su trabajo la pulsión por lo abstracto, y viceversa. Sea registrando un momento de intimidad en la vida de una parisina ("Cleo de 5 a 7", 1962), observando artistas urbanos en acción ("Mur Murs", 1981) o testeando en directo nuestra vocación de asociatividad ("Los recolectores y la recolectora", 2000), su obra emerge al mismo tiempo certera y juguetona, dueña de sí y entregada al azar, con la fuerza de un manifiesto, y sin embargo, en permanente estado de revisión. Visitando un antiguo barrio de mineros del carbón, Agnès y JR no resisten la tentación de homenajear a Jeanine, la última habitante del lugar, pegando un enorme retrato suyo en la entrada. La emocionan hasta las lágrimas. En otro pueblo repiten la experiencia con una joven mesera, pero cuando regresan a visitarla ella se declara arrepentida: la han convertido en el personaje más famoso del pueblo, en víctima permanente de las selfies sacadas por curiosos y turistas. Lo que para algunos (y para la película) puede ser una bendición, para otros es una carga inaguantable.
En medio de ese ir y venir, las ocurrencias de JR -como pegar imágenes de los ojos y pies de Varda en carros de tren, "para que sigan recorriendo caminos"- van energizando y estimulando la imaginación de la realizadora, pero además despiertan en ella la memoria de antiguos compinches en su viaje creativo, como su esposo, el cineasta Jacques Demy o el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, y sobre todo la esquiva y ermitaña figura de Jean-Luc Godard. La angulosa y anónima cara de JR, decorado día y noche con un sombrero y gafas negras, recuerda la adusta y porfiada figura de JLG, quien -queriéndolo o no- acaba por convertirse en inadvertido personaje en el desenlace del relato, su ausencia misma convertida en rostro, atrapada entre la pantalla y el aire.
Visages Villages
Dirigido por Agnès Varda y JR.
Francia, 2017, 88 minutos.
Disponible en blu-ray y Amazon Prime.