"Me desperté dos horas más tarde, con la boca seca y la mente por completo embotada. ¿Qué mierda estoy haciendo aquí?, me pregunté. Esa pregunta me la iba a repetir muchas veces en las horas y los días siguientes. El viaje, el clima, la ciudad, no sé cuál o si todo esto combinado, me había hecho perder todo vestigio de interés en la aventura emprendida. Como en los dibujos animados, apareció sobre mi cabeza un globito con la imagen de un chupetín y la palabra sucker. Durante la siesta había cambiado de personalidad y me había transformado una vez más en el animalito viejo, gordo y torpe que ocupa mi lugar demasiado a menudo. Y mientras me lavaba la cara con esa agua tibia ligeramente aceitosa, supe por qué: no había obedecido mi impulso natural -seguir a Roxana hasta Miserias y vivir con ella un romance maravilloso- y ahora el Ser Interior se vengaba robándome toda chispa de inteligencia y vitalidad. Temores. Conciencia estrecha. Inhibiciones. El Ser Interior tenía razón, como siempre".
Quien medita así es el propio Mario Levrero y lo hace en una pensión de Penurias, pueblucho del interior de Uruguay, vecino a Desgracias, cerca de Hastío, contiguo a Desdichas y a otras localidades imaginadas por el autor y que, tal como antes lo hiciera Juan Carlos Onetti en un registro muy diferente, convierten al país rioplatense en la que es, posiblemente, la nación más descreída, cínica, amarga e indiferente de cuantas pueblan el ancho mundo o, al menos, de cuantas forman parte del hemisferio occidental. Levrero, hasta hace poco un escritor de culto, ahora un prosista reverenciado y con un público creciente que adora todo lo que produjo, en
Dejen todo en mis manos probablemente creó su obra más original, más hilarante, más despercudida y, sobre todo, más políticamente incorrecta.
El meollo del argumento es el siguiente: Levrero está desesperado por publicar un título porque no tiene un cinco, lleva varios días sin comer, solo se alimenta de cigarrillos y acude a una impresora de Montevideo cuyo editor es el Gordo (el cual, dicho sea de paso, es más flaco que palillo). Tras consultarlo con su jefe, quien se oculta en el anonimato, el sujeto, que aprecia a Levrero pero poco puede hacer por él, le propone una tarea que al comienzo parece fácil: es imprescindible ubicar a Juan Pérez, quien envió una novela maravillosa, sublime, sin parangón en la narrativa reciente. Sin embargo, no la firmó, solo puso su nombre en forma caligráfica y bajo el matasellos se indica como remitente la superpoblada ciudad de Penurias. Además, dejó una fotocopia y un manuscrito, ambos sin indicación de alguien confiable, salvo el rarísimo nombre Juan Pérez.
Premunido de un anticipo de 500 dólares y una promesa de dos mil adicionales si encuentra al misterioso prosista y a la brillante ficción, Levrero parte entusiasmadísimo a Penurias, lo que es un modo de decir, puesto que si hay un hombre que nunca siente entusiasmo, ese es, precisamente, nuestro antihéroe. Por desgracia, no hay nadie llamado Juan Pérez en esa excitante aldea. Sin embargo, sí existe una Juana Pérez, quien, aparte de ser una mujer de espectacular atractivo y misteriosos ojos, ejerce como prostituta. Levrero, quien comprensiblemente se ha divorciado, se enamora perdidamente de Juana y si bien al comienzo se dieron cita en un hotelucho miserable, al poco tiempo se frecuentan a diario en la habitación que arrienda el protagonista, ante la mirada impávida de la dueña de casa y quien parece ser su marido. El romance florece a todo dar, hasta que Levrero se siente herido porque nota que no es el primero que, en orden cronológico, acude a los servicios de Juana. No obstante, lo que pone punto final a estos encuentros, que hacen llorar de felicidad al montevideano, son los patológicos celos del esposo de Juana: resulta que ella, inadvertidamente, habla más de la cuenta acerca de este añejo galán, por lo que su cónyuge le prohíbe, en forma terminante, que se siga viendo con Levrero.
Mientras tanto, las aventuras para dar con el paradero de Juan Pérez conducen a Levrero a numerosas personas, tales como una profesora de escuela jubilada que le da la lata sobre la educación en los años 30, 40, 50 y aún antes de esas décadas; a dos empleados de correos, uno joven y el otro maduro, quienes son una nula ayuda, por más que insistan en rocambolescas teorías acerca de la identidad del genio literario que podría causar la gloria del deslumbrante caserío llamado Penurias; a un mozo de bar casi siempre borracho y de extrañas costumbres; a quienes sostienen que Juan Pérez es homosexual, travesti o una lesbiana encubierta; a una viejuja que bordea las 100 primaveras y, si bien ha perdido la memoria, está segura de tener información privilegiada; a una dama cuarentona que, al saber la profesión de Levrero, saca sus colecciones de cuentos, poco impresionantes, ante lo cual recurre a sus poemarios, para finalmente y de modo literal arrojarse sobre Levrero con clarísimas intenciones de violarlo, y a muchos otros y otras, cada cual más peregrino, estrambótico, inusual.
Dejen todo en mis manos es, en realidad, un texto desopilante, que se sigue de corrido y que, además de la genuina entretención y la hilaridad que genera, puede leerse en varios niveles. El primero de ellos y desde luego el más obvio, es que, según Levrero, la literatura es una payasada, una forma necia y ociosa de pasar el tiempo, una manera de tomarse en serio por parte de gentes muy insignificantes aun cuando merecen nuestro cariño y nuestro respeto, en fin, un arte menor, ensalzado e idolatrado muy en especial por aquellos que jamás toman un libro en sus manos. En última instancia, eso que le da sentido a tantas vidas carece de todo sentido.