L e resultó más fácil al hombre constructor erigir muros que cubrir el espacio entre ellos. Si el muro era una acumulación de material estable y resistente al peso, como son las piedras y los ladrillos, distinto era intentar tender algún elemento volando en el aire y apoyado entre muros, que resistiera como el tablero de un puente para establecer pisos superiores, techumbres y lograr cobijo. Al inicio, el espacio posible de cubrir entre apoyos (en jerga arquitectónica, la "luz") dependió de la dimensión máxima de piezas de madera sólida, y la construcción estuvo limitada a ese módulo. Más adelante, el ingenio humano logró desarrollar estructuras compuestas, más complejas, capaces de cubrir luces mucho mayores. Con la madera se desarrolló un catálogo de intrincadas cerchas (véase la increíble techumbre de Westminster Hall, en Londres, que data de 1393 y cubre 20 x 73 metros), mientras que con la mampostería, los romanos desarrollaron el arco y, a partir de este, la bóveda y la cúpula, cuyos más asombrosos ejemplos en pie hoy son la del Panteón de Roma, de 128 d. C., cubriendo 43 metros, y la de Santa Sofía, en Estambul, de 537 d. C., cubriendo 31 metros. Tal era la maravilla del efecto de una cúpula vista desde el interior, que por siglos representó la perfección del firmamento, del infinito, de la bóveda celeste y de la divinidad, y fue reservada estrictamente para templos religiosos, hasta que un joven y revolucionario arquitecto veneciano llamado Andrea Palladio decidió en 1592 coronar una casa particular, la Villa Capra o "Rotonda", con una cúpula, cosa que causó un enorme escándalo.
Pero hablemos de los cielos arquitectónicos, ese plano abstracto del espacio construido que nos cubre y que nos hace olvidar las leyes de gravedad. En este curioso juego de compartimientos ortogonales al que la especie humana se somete para morar y habitar y que denominamos arquitectura, cumple el cielo la función de la reflexión de la luz, de la representación de los límites de lo erguido y del más allá metafísico; de ahí su analogía astronómica. En distintos idiomas recibe, sin embargo, denominaciones específicas en su etimología; por ejemplo, ceiling en inglés, del latín celare (esconder); en italiano, soffitto (de suspendido) y en francés, plafond (de "fondo plano" apto para decorar). Desde el punto de vista de la arquitectura pura, el cielo es el límite entre lo tectónico propiamente tal (la estructura masiva, pétrea y pesante que surge desde el suelo hacia arriba para sostener y llevar las cargas del edificio hasta los cimientos) y lo estereotómico, un sistema estructural distinto, ligero y resistente, continuo y complejo, como son los entramados de entrepisos y las techumbres, apoyados sobre el cuerpo del edificio. Es así que la composición arquitectónica intenta siempre aligerar el cielo, disimular su sustancia, o bien celebrar el alarde estructural que implica, gracias a magníficos artesonados y envigados. El cielo es siempre un despliegue de generosidad, imaginación, audacia y resistencia.