Un hombre recibe una mala noticia y recurre a su asentado hábito de salir a caminar sin rumbo premeditado: dejará que sus pies lo guíen por el recorrido en donde es menos probable toparse con muchos peatones o aquellos ciclistas -una peste- que circulan por las veredas y que suelen, con singular impertinencia, tocar la campanilla para que se les deje libre el paso. El protagonista es un eximio caminante, sobre todo urbano, aunque en esta ocasión sus pasos lo llevarán hasta un sendero precordillerano. Al ritmo de su trayecto desde el barrio de salida -Eliodoro Yáñez, a la altura de las Torres de Tajamar- el lector se entera de su estilo de recorrido y de toma de decisiones mientras camina, siempre con la vista más bien hacia abajo, más atento a la textura del suelo que al paisaje circundante. No es la clásica reflexión en torno al arte de caminar, sobre el que hay tres textos capitales (de William Hazzlit, Robert Louis Stevenson y Rebecca Solnit, el más reciente); acá, la caminata sirve de soporte para las confesiones autobiográficas del protagonista, un hombre solitario y retraído, y para dar cuenta también de un mínimo circuito de relaciones que tienen que ver con los pies, con su herramienta de trabajo, por así decirlo: las visitas a una podóloga (que también oficia de peluquera) en las galerías cercanas a las Torres de Tajamar, en tardes morosas donde también se hace presente el kioskero del barrio.
Ella, la podóloga, revive los años de esplendor de las galerías, antes, mucho antes de la decadencia marcada por el arribo de las librerías de viejo. Ese período de glamour y elegancia tiene un sustrato muy distinto: los principales clientes del local son mujeres de militares y los mismos militares. Las conversaciones de peluquería, en su recuerdo, suelen sobrepasar lo banal y recaen en el clima político y social de la época, sin contención ni límite, con llamados al exterminio y la limpieza. "No se le puede pedir al peligro, fundado por naturaleza en lo imprevisible, que nos dé a cada paso señas tangibles de su existencia. Tenemos que colaborar también nosotros, poner un poco de nuestra parte", dice el caminante, a propósito de otra cosa, pero también se aplica a esa manera de hacer presente el recuerdo de un tiempo en el que la prudencia, el sigilo y la cautela eran fundamentales para sobrevivir sabiendo lo que todos sabían y que, en aquellos pasillos hoy cubiertos de acrílico, emergía con insólita franqueza.
Federico Galende
Alquimia,Santiago, 2018.
126 páginas.