Aunque parezca raro en estos días, hay todavía mecenas que pueden pagar por una obra musical para, por ejemplo, darla como regalo de cumpleaños. Ese fue el origen del Concierto para piano del polaco Krzysztof Penderecki (1933), crucial compositor de las últimas seis décadas. El encargo lo hizo el Carnegie Hall, pero los fondos vinieron del magnate republicano Henry Kravis, y la obra-obsequio quedó dedicada a su señora, Marie-Josée. Penderecki ya había empezado en 2001 a trabajar en un "Capriccio" cuando se produjeron los ataques terroristas a las Torres Gemelas y el músico no quiso presentarse en Nueva York con una pieza de título tan ligero: desechó parte del material, unió lo que quedaba con pasajes más sombríos, agregó un coral y la obra se estrenó al año siguiente con el subtítulo de "Resurrección" (luego habría una revisión en 2007). Esas circunstancias, más que el solo afán poliestilístico, ayudan a comprender el carácter ecléctico de este concierto, que muestra rasgos propios del Penderecki de esa época, ya alejado de la vanguardia, pero que revela también que lo que se agregó está escrito para oídos estadounidenses en duelo: es un homenaje a los americanos.
El martes, en el Teatro Municipal, el pianista Luis Alberto Latorre y la Orquesta Filarmónica de Santiago, bajo la dirección de Maximiano Valdés, ofrecieron una excelente versión de esta partitura colosal y ambiciosa. Ya lo sabemos, pero vale la pena remarcarlo: Latorre es un intérprete extraordinario. Aparte de esta, ha estrenado en Chile decenas de obras contemporáneas con invariable dedicación y musicalidad. El pianista se puso en acción esta vez al servicio de la escritura intrincada de Penderecki, asumiendo su protagonismo con aplomo, desde el comienzo rítmico, asertivo, y sorteando cada uno de los súbitos y sucesivos cambios de ánimo que conforman los cerca de 40 minutos de música que se tocan sin pausa. Si bien no hay cadenzas, el solista no tiene descanso: el diálogo y a veces el enfrentamiento con la orquesta, en manos de Valdés, se escucharon muy estimulantes, pero siempre sobriamente enmarcados. No es una tarea menor, si se considera la abundancia de momentos climáticos, incluidas tres trompetas (aquí en un palco en lo alto) que, hacia el final, entonan el coral con ribetes de himno y la solemnidad parece confundirse con el melodrama de una banda sonora hollywoodense.
Antes se había escuchado el "Preludio Sinfónico" (1939) del chileno René Amengual (1911-1954), sinuoso y con una colorística orquestación que muestra sus claras influencias neorrománticas e impresionistas. Y, en la segunda parte, la Sinfonía Nº 4 de Brahms (1884), en la que, siempre con la dirección templada, sin aspavientos, de Valdés, sobresalieron el Andante moderato , con maderas impecables, y la passacaglia del Allegro energico e
passionato.
Mucha y muy distinta música para un concierto que el público agradeció con sinceridad.