Antonio Muñoz Molina (1956) ha escrito más de una veintena de libros, entre los que sobresalen
El invierno en Lisboa (1987),
Beltenebros (1989),
El jinete polaco (1991) y más recientemente
Como sombra que se va (2014). Sus obras, la mayoría de las cuales han recibido importantes premios en España y fuera de su patria, se caracterizan por un acentuado internacionalismo, un estilo en constante evolución y que fluctúa entre la visión realista de la época decimonónica o la prosa fluvial y acumulativa del presente, expresándose en un tipo de narración que va del melodrama a la parodia, del friso histórico al género confesional; en fin, Muñoz Molina manifiesta una desenvoltura muy poco habitual entre sus contemporáneos. Resulta ineludible que tanta producción refleje irregularidades, traspiés, caídas, calidad discutible o por lo general, momentos realmente memorables, que lo sitúan en un lugar harto especial y privilegiado de la actual novelística peninsular. Aunque es oriundo de Andalucía, en Muñoz Molina es escaso o inexistente el interés por la comunidad en la que creció y se educó: en verdad, él ha puesto, como ningún otro contemporáneo suyo lo ha hecho, a Madrid en la vanguardia de la literatura en lengua castellana y ese solo hecho basta para situarlo en un lugar perdurable de las letras hispánicas. Además, Muñoz Molina es un destacadísimo crítico de arte, quizá el mejor en su país, por lo que los enjundiosos y siempre amenos ensayos que compone para diversos medios escritos, son una delicia de lectura, sea que se refieran a exposiciones de sus pintores favoritos, sea que se detengan con erudición y talento, en un solo cuadro.
Esto último se nota particularmente en
Un andar solitario entre la gente, donde tenemos un cúmulo de disertaciones, siempre a la pasada y siempre como que no quiere la cosa, acerca de los grandes maestros de la escuela ibérica, los clásicos y los modernos, así como otros de la vasta tradición occidental. Sin embargo, esta ficción tiene como protagonista indiscutible a la capital española: sus avenidas, sus enclaves más conocidos u otros más bien ocultos para el turista, sus parques, plazas, teatros, el metro, los buses, las estaciones, las comidas, los olores, los sabores, la infinita variedad de individuos que circulan por esa metrópolis, en suma, mientras seguimos
Un andar solitario entre la gente nos sumergimos en un caleidoscopio social y humano muy detallado, a veces fastidiosamente detallado, de esa urbe y sus habitantes.
El narrador de esta extensa novela anda tras los pasos de un caminante anónimo en Madrid y como él, registra y contempla lo que aparece en su sendero para componer un exhaustivo, abrumador, por momentos pintoresco retrato de cuanto sucede fuera de las casas ya que, como se ha dicho tantas veces, esa urbe tiene tanto que ofrecer en sus calles, que poco interesa lo que acontece al interior de las viviendas. Y a lo largo de este peregrinaje crea episodios, conoce a muchos personajes, vislumbra una silueta que lo acecha y a la postre, quien cuenta lo que pasa en
Un andar solitario entre la gente pasa a ser una sombra de los grandes prosistas del siglo XIX que inventaron a la ciudad como un gran tema ficcional.
Con todo, la sorpresa de
Un andar solitario entre la gente es la participación de notabilísimas figuras del pasado filosófico y literario europeo, sea algo remoto, sea de fechas relativamente actuales. Walter Benjamin y su
Diario de Moscú ocupan numerosos capítulos que culminan en el suicidio del pensador alemán en una aldea de los Pirineos, en la carta que dejó y que nunca ha sido hallada. Y de aquí pasamos a Edgar Allan Poe y su miserable vagabundeo por Boston, Nueva York y Baltimore, deteniéndose Muñoz Molina, como es obvio, en su alcoholismo, aunque lo más interesante resulta el hecho de que el poeta y cuentista norteamericano nunca gozó en vida de ningún reconocimiento y tras su muerte, fue necesario un siglo o más para que la crítica y los estudiosos se detuvieran en él. Esto nos lleva a Charles Baudelaire, quien introdujo la obra de Poe en Francia pues, aparte de haberla traducido -y traducido muy mal porque no dominaba el inglés-, le dedicó numerosos estudios y se enfervorizó hasta tal punto con él, que en definitiva, debemos más a Baudelaire el conocimiento que tenemos de Poe que a sus compatriotas, quienes, en un comienzo, ni siquiera lo tomaron en cuenta. Emily Dickinson, posiblemente la máxima poetisa del siglo antepasado en Estados Unidos, merece el interés de Muñoz Molina no por sus versos, sino por su costumbre de bordar y tejer para ella y los miembros de su familia y por su obsesiva afición de mantener como una joya el amplio jardín de su residencia. Hay muchos otros pasajes de este tipo que sazonan el último relato de Muñoz Molina y en realidad son tantos, quizá tan excesivos, que fácilmente puede perderse el hilo central de la trama.
Un andar solitario entre la gente es, fuera de sus innumerables referencias culturales, una descripción pormenorizada de los hábitos actuales de comunicación y de la forma en que ellos han cambiado nuestra comprensión de los demás y del entorno que nos rodea: teléfonos celulares, discos y películas en formato digital, aplicaciones surtidas, todo ello mezclado con avisos, afiches, carteles de hace una década o la omnipresente publicidad del presente, expresada en breves secciones que desorientan o nos llevan a concluir que estamos en un mundo loco, loco, loco.