El estreno de "El Presidente", por el Teatro de la U. de Chile en su nueva etapa, es el quinto texto en una década que se da aquí de Thomas Bernhard, novelista, dramaturgo y poeta austríaco cuya obra -marcada por su amargo y ácido inconformismo y la demoledora furia sarcástica de su mirada sobre nuestro tiempo- se ha calificado como uno de los corpus autorales más significativos en habla germana del siglo XX. Todos los títulos anteriores suyos mostrados en nuestro medio tuvieron resultados de interés; sin contar con que Santiago a Mil, en enero último, nos regaló la magistral e implacable adaptación escénica polaca de su novela "Tala".
Bernhard (1931-1989), que se llamaba a sí mismo "el gran denigrador", escribió en 1975 esta corrosiva y arrasadora sátira a la casta política de extrema derecha y a la obsesión por detentar el poder absoluto. Ocurre en la intimidad hogareña del dictador de algún país europeo, pero la adaptación del director Omar Morán -quien abordó con éxito en 2010 otra pieza de Bernhard, "El reformador del mundo"- inserta datos que instalan la acción en Chile.
Se despliega en dos partes, cada cual básicamente un monólogo, primero de la esposa, luego del Presidente, que acaban de sobrevivir a otro atentado contra sus vidas, cuyas víctimas colaterales fueron un coronel y el perro faldero de la mujer. Sus soliloquios los interrumpen ocasionalmente los sirvientes y secuaces de su entorno: la mucama principal de ella, la actriz amante de él, un masajista y un embajador, entre ellos. Retrata unos personajes esperpénticos cuyos borbotones orales -banales, repetitivos, inconexos, llenos de vaguedades y contradicciones- revelan su desconexión con el pueblo que han sometido, un horror al silencio que los muestra aterrados por la muerte inminente, odiando la adulación que les rodea, pues saben que la traición vendrá de muy cerca (más aún, su propio hijo se pasó a la insurrección).
En el texto, de una musicalidad en intenso ostinato, resuenan ecos de Beckett, Ionesco y Genet unidos en un gran desvarío paranoico. Se configura como una sangrienta farsa paródica, grotesca y, a la vez, siniestra, que puede parecer al mismo tiempo una tragicomedia ridícula sobre la soberbia y soledad del poder, sus pequeñeces y miserias. A medida que avanza, asoman las conexiones bastardas entre teatro y política, ambas mascaradas, formas diferentes de embuste e impostura.
En una escenografía que evoca la ostentación y mal gusto de la arquitectura fascista, el montaje expone este texto atrapante cuyos dardos mordaces a menudo llaman a la risa. Puesto que Bernhard es un agitador, debiera también provocar repulsa y horror, pero eso sucede rara vez; más que nada en la sección dominada por la Primera Dama. Con ese personaje tremendo, la potencia histriónica de Catalina Saavedra se adueña de la escena, aunque habrían sido deseables más matices. La segunda parte decae notoriamente en interés, quizás porque no se eligió al actor preciso; Guilherme Sepúlveda, a quien hemos visto resolver bien roles complementarios, luce además demasiado juvenil como dictador. Entonces, el tramo final de la entrega hace involuntariamente patente el carácter reiterativo del texto, que da vueltas sobre sí mismo, en tanto permite que el tono excesivo de la ficción se desboque en gritos, recursos gruesos y algún efectismo (sobre todo en el uso del sonido).
Sala Antonio Varas. Jueves a sábado a las 20:00 horas. Hasta el 29 de septiembre.