Hacia el final de "La telenovela errante", un joven Mauricio Pesutic entra a una vieja casona iluminada en claroscuro. El lugar semeja a muchos otros filmados por Raúl Ruiz en sus filmes chilenos: espacios amplios, nocturnos, usualmente restaurantes o quintas de recreo repletas de amoblado, comensales y abundantes platos, sazonados con música, conversa y vida. Solo que en esta ocasión el recinto está vacío. Sentados en la única mesa se encuentran los actores Carlos Matamala y Javier Maldonado (este último, amigo de Ruiz y un habitual de sus películas). No están ahí para "avivar la cueca", eso sí. Más bien pasa al revés: todo respira una atmósfera lúgubre, como si el protagonista hubiese atravesado el espejo, y de la algarabía y el absurdo -que sazonan buena parte de la cinta- este se precipitara de sopetón a una realidad y silencio funerarios, a un país poblado de espectros que continúan juntándose, chacoteando, levantando sus vasos tal como hacen los vivos; tal vez por costumbre o aburrimiento, tal vez por pura porfía.
Fotografiada por el maestro Héctor Ríos, nada menos, la escena fascina y al mismo tiempo eriza los pelos. Evoca tanto la noche sin fin que atraviesan los personajes de "Tres tristes tigres" (1968) como el solitario laberinto mental de Sergio Hernández, en "La noche de enfrente" (2011), pero es cosa de dejarla reposar un poco en la imaginación para ver cómo sus sombras también se proyectan en otros enigmáticos rincones del cine nacional: la casa arrasada por el maremoto, en "La frontera" (1991); las irreconocibles esquinas del Ñuñoa profundo, en "El zapato chino" (1979); el porteño encuentro nocturno entre torturador y torturado, en "Amnesia" (1994); la clausurada pieza de Raúl, el antihéroe de "Tony Manero" (2008). Todos escenarios vaciados, drenados; estaciones terminales que empujan a sus personajes a escena, a la bruta, dejándolos desnudos en pantalla, huérfanos de motivaciones, trama y argumentos. Suspendidos.
Es, sin embargo, el segmento ruiciano el que provoca más inquietud, porque en lugar de apelar a la claustrofobia y la distopia, como hacen las otras, este transmite una apabullante sensación de congoja y quietud, un aire espectral; de algo que llega desde el trasmundo, no está claro si una presencia, un mensaje o una advertencia. Comparada con las imágenes que la preceden -un torrente de hilarantes fragmentos, sketches y lúcidas parrafadas que se comentan y dialogan entre sí, con desquiciada libertad y desenfado, cual teleseries de canales vecinos-, la escena debería equivaler a aquellos instantes dramáticos clave, que esos productos solían producir sin parar en el corazón de su popularidad, allá, a fines de los años 80. El momento de la verdad. La apoteosis del villano. El desenmascaramiento. El velo que se descorre. La verdad que emerge. El punto es que nada aquí se devela ni se esclarece, se protesta o se manifiesta. Nada, salvo la impresión de haber traspasado una barrera sin retorno. De haber quebrado algo. De haberlo roto en pedazos.
¿Está Ruiz hablando del golpe, del exilio, de los crímenes, del país que encontró a su breve regreso después 17 años, con el retorno a la democracia? ¿Es el retrato de algo que ya fue o de algo que es? Un estadio permanente, recurrente, acechante. Una pesadilla que se prolonga tras el despertar.
Al final de la secuencia, Pesutic, Matamala y Maldonado están muertos. ¿Colgados, suicidados, torturados? Poco importa. Lo cierto es que ellos mismos están convertidos en objetos inanimados, silenciados e inertes como el resto del lugar. Un espacio tan desolado que ya ni siquiera admite la presencia de fantasmas.
"LA TELENOVELA ERRANTE"
Dirigida por Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento.
Con Luis Alarcón, Mauricio Pesutic y Carlos Matamala.
Chile, 2017, 120 minutos.