Carlos Altamirano tituló "Pintor de domingo" una de sus exposiciones de fines de los noventa. La expresión despectiva le sirvió para remarcar su propio caso de artista de ratos libres, enrolado en obligaciones laborales ajenas a lo que le ocupaba mayoritariamente el pensamiento.
En la literatura, el odio por lo
amateur se arma con lo que complemente a la palabra "escritorcillo", y generalmente se proyecta desde las enfebrecidas mentes románticas o los normativos corazones academicistas. Unos quieren que uno se inmole al escribir, que haga suyos en el acto creativo los infinitos dolores del mundo; los otros esperan que uno se atenga a géneros y a procedimientos, que respete proporciones, equilibrios, convenciones.
He pensado que escribir crónicas me transforma en un escritor de algún día de la semana, dada la periodicidad del formato. O sea, yo podría ser descalificado como escritor de domingo o de lunes, o más bien de viernes, ya que ese es el día que dejo libre para escribir.
Puesto así, se revela que el problema no es más que una bagatela. Hermann Hesse escribía a las tres de la mañana y García Márquez, si no me equivoco, a las seis, y no creo que se pueda decir demasiado sobre esa cuestión de horarios. Edwards Bello -que no salía de su casa después de las nueve de la noche- afirmó que con las crónicas no se hacían libros, y la realidad se ha encargado de refutarlo profusamente.
La iluminadora obra de Martín Cerda fue hecha para los diarios, y el escritor trabajó fragmentando aun más esas brevedades, redisponiéndolas. Enrique Bunster y Daniel de la Vega consumieron sus vidas en la tinta de las publicaciones desechables, pero su escritura persiste.
Con lo que queda, lo que se va y lo que vuelve en la literatura no podemos hacer mucho. La perduración de lo escrito es un fenómeno que excede a la voluntad y se relaciona más bien con disposiciones inconscientes. En cierto sentido, la enunciación prestigiosa puede perder su liviandad con los años y convertirse en papel muerto. "Lo que era agua hoy es tinta", escribió Violeta Parra, de quien los burlones adueñados del gusto dijeron tantas veces que cantaba pésimo.
Recuerdo que al publicar
Poemas de un novelista el 80 u 81, José Donoso señaló en el prólogo que estos textos le nacían en medio de las monstruosas exigencias de la novela, con lo que ubicaba a la poesía en calidad de entremés o de ejercicio de elongación pospartido. Fue un lapsus, evidentemente, porque Donoso conocía perfectamente la dimensión compleja de la poesía del siglo XX.
Como sea, no me parece que escribir una crónica una vez a la semana sea una actividad inferior a planificar un cuento y ejecutarlo en -por decir algo- cinco meses. Acuérdense de la respuesta de Whistler cuando lo obligaron a aclarar cuánto se demoró realmente en pintar un retrato por el que cobró muy caro: "Toda mi vida".