Es inevitable que una primera novela tenga defectos, baches, errores de menor cuantía, que pueden pasarse por alto, pero es sorprendente y constituye una gratificación inusual que presente la calidad, la originalidad y el talento que exhibe Simón Soto (1981) en
Matadero Franklin. Por una parte, está el período que abarca, desde 1930 a 1946; los personajes de origen popular, quienes jamás han oído hablar de enclaves como El Golf o Providencia; el gran tema o los temas derivados que trata, en fin, la acción que no da respiro; y por la otra, el lenguaje y el vasto dominio de diversos recursos novelescos que demuestra poseer Soto. Aun así, quizá lo más importante es que este joven escritor, tal vez sin saberlo, tal vez de forma deliberada, recupera la gran tradición de la narrativa social chilena, la de autores que no son coetáneos suyos, pero que dejaron un legado indeleble y que ahora apenas se leen, si es que a alguien alguna vez se le ocurre hacerlo. Se trata de los casos de Alberto Romero, Nicomedes Guzmán, Óscar Castro, el temprano Manuel Rojas o el más actual Luis Rivano, por mencionar a los primeros que acuden a la conciencia de cualquier lector mínimamente familiarizado con la literatura chilena.
Matadero Franklin , como lo dijimos, comprende una extensa época de la primera mitad del siglo pasado, época en la que nuestro país desconocía la modernidad, cuando la ciudad de Santiago en particular y el resto del país en general, se movían entre el provincianismo decimonónico -la gente transitaba en caballos, tranvías, carretas- y recién comenzaban a verse los signos de lo que vemos en el presente, tales como autos, buses o camiones. El libro, además, está literalmente atiborrado de hombres y mujeres de ese tiempo, tantos que quizá sería necesario hacer un censo para enumerarlos, pasan tantas cosas que resulta imposible recordarlas todas, aunque muchas quedarán en la memoria y despliega un abanico de situaciones tan ambicioso que, si bien por lo general están bien logradas, a veces suelen confundirse unas con otras. Soto muestra una tendencia un tanto excesiva por la truculencia, las peleas a cuchillo o los enfrentamientos con armas de fuego y la violencia brutal, aun cuando todo ello se justifica plenamente en un relato que se mueve en medio de los bajos fondos, los capos de organizaciones delictuales, los seres que luchan por la supervivencia. Asimismo,
Matadero Franklin cubre un espectro geográfico sin precedentes en la novelística nacional reciente y la historia se traslada desde la capital hasta Chiloé, desde Valparaíso hasta el norte e inclusive tomamos parte en andanzas de arrieros cordilleranos o atisbamos acontecimientos que transcurren en Buenos Aires, en Italia y en otros lugares, todo lo cual otorga un nivel de cosmopolitismo a una trama que al comienzo parece más bien localista y criolla. Y todo esto, Soto lo consigue con una envidiable desenvoltura, con notable aplomo, con certeza y seguridad.
El protagonista indiscutible de
Matadero Franklin es el barrio al que alude el título y Soto lo conoce muy bien o lo ha estudiado a fondo: sus calles, sus conventillos, sus cités, esos habitantes con sus respectivos códigos, los restaurantes, los comederos, los boliches y, por cierto, las faenas que allí se llevan a cabo, vale decir, las descripciones pormenorizadas de aquello que los matarifes y sus asistentes hacen con vacas, cerdos, corderos, aves, sin contar con las frutas, las verduras, los comistrajos que ahí se preparan. En este sentido,
Matadero Franklin es un libro único y solo por eso, vale la pena leerlo.
Los actores que figuran desde el comienzo hasta el final son el Lobo Mardones, esposo y padre de familia ejemplar, un dirigente innato que preside a un vasto clan del entorno, dotado también de un fuerte sentimiento religioso y un apego casi místico por las costumbres ancestrales; Torcuato Cisternas, al principio un delincuente menor y más tarde un potentado inescrupuloso y traicionero que dirige al grupo rival de Mardones; Mario Leiva, a quien debemos el subtítulo de la obra, o sea, "La leyenda del Cabro", un lanza insignificante que pasa a convertirse en figura central de esta épica popular cuando demuestra su total arrojo, su increíble valentía; la China Riquelme, temible y heroica jornalera al servicio de Cisternas, una dama de armas tomar como pocas, y María Luisa, proveniente de Dalcahue, donde cometió un asesinato en defensa de su madre para después pasar a ser la amante de Cisternas y terminar enamorándose del Cabro, con los terribles peligros para su vida que ello entraña. Hay muchos y muchas más y hay tantos incidentes surtidos que, por momentos,
Matadero Franklin deviene una atrapante intriga de aventuras.
Sin embargo, ocurren muchos otros fenómenos en este singular volumen. En primer lugar está la cueca, nuestro baile, que aquí desempeña un rol clave y que es una materia que Soto domina a la perfección. En segundo lugar, es posible que recordemos
Matadero Franklin más por los guisos que se devoran que por las personas que participan en la historia: cazuelas, pebres, prietas, caldos de médula, salsas de cilantro, ají, todo, desde luego, acompañado de vino pipeño, chicha, enguindados, mate y otras comidas y licores que surgen mientras los caracteres se matan o sobreviven tras graves ataques. Así, junto a sus demás méritos,
Matadero Franklin tiene la gracia de abrirnos el apetito y nunca debe seguirse con el estómago vacío.