El orden del día , de Éric Vuillard (1968), pertenece claramente a una categoría de libro que resiste toda clasificación. No es novela, ensayo, crónica ni relato breve, puesto que carece de toda progresión narrativa, de todo suspenso, de cualquier forma de acción, incluso casi completamente de diálogos o personajes, ya que estos últimos corresponden a seres de carne y hueso, a personas que ejercieron un poder absoluto en el destino de Europa y el resto del mundo. Además, Vuillard toma parte activa a lo largo de todo
El orden del día y lo hace recurriendo al arbitrio del autor omnisciente, o sea, está al tanto de cuanto sucede y emite opiniones, entrega juicios, da sus impresiones en torno a cada situación que describe para llegar hasta las interjecciones cuando algo le parece mal, pésimo, espantoso. Y si tenemos en consideración que
El orden del día transcurre en los días previos a la instalación del Tercer Reich, con saltos a las jornadas de los juicios en Nüremberg o distintos acontecimientos ulteriores, deberemos llegar a la conclusión de que le asiste todo el derecho para patalear, gritar de rabia o lanzar cualquier tipo de invectiva en contra de los participantes en este singular volumen.
Los hechos comienzan el día 20 de febrero de 1933, cuando los 24 dueños de las empresas más importantes de Alemania se reúnen en el Reichstag con las máximas autoridades del nacionalsocialismo para entregar su apoyo incondicional, vale decir, todos los inmensos medios que poseen a la entonces tambaleante dirigencia nazi. Ahí se hallan los propietarios de Opel, BASF, Siemens, Bayer, Telefunken, Allianz, Agfa, Daimler y otras, y ahí acuden Gustav Krupp, Albert Vögler, Ernst Brandi, Ludwig von Winterfeld, Wolfgang Reuter y los demás miembros de la patota que maneja al país germánico. Esperan a Hermann Göring, entonces presidente del Reichstag y también al canciller, quien es el mismísimo Adolf Hitler. Esa fecha fatídica marca la fusión del capital industrial con el financiero, el inminente sistema totalitario de partido único, el compromiso para liquidar a los judíos por siempre jamás, la destrucción de las organizaciones de la sociedad civil, en fin, la desaparición de los comunistas, socialdemócratas, liberales y cualquier otra organización que pudiese hacer sombra al futuro régimen. Ese mismo día significa la instauración, por más de una década, de la que posiblemente ha sido la peor dictadura conocida en la historia.
Mientras tanto, los líderes de las potencias democráticas, vale decir, Inglaterra y Francia, se hacen los lesos, prefieren ignorar cuanto sucede en territorio teutón, tienen la seguridad de que el fenómeno de Hitler y sus secuaces es pasajero, actúan con una criminal irresponsabilidad frente a los desmanes, asesinatos en masa, persecuciones y abusos sin precedentes que son cometidos por sus vecinos y al parecer les da lo mismo quien sea que gobierne desde Berlín. Todo esto y mucho más queda de manifiesto cuando en el número 10 de Downing Street se celebra una lujosa y exquisita cena de despedida en honor a Joachim von Ribbentrop, a la sazón embajador en el Reino Unido y recién designado ministro de Relaciones Exteriores por el propio Hitler. Asisten a la suntuosa reunión Neville Chamberlain, Primer Ministro de Inglaterra, y señora; Winston Churchill y señora, y varios que parecen encantados ante la florida verborrea de Von Ribbentrop. A nadie parece pasársele por la cabeza la idea de que cosas graves están aconteciendo más allá de sus narices, nadie se inmuta, en esa ocasión y poco después, cuando el ejército alemán se apodera de buena parte de Checoslovaquia y de otros territorios, estimados indispensables para aquello que se llamó el espacio vital, vale decir, la imperiosa necesidad de añadir más y más naciones que tendrían que someterse a la sujeción del milenio ario.
Vuillard se detiene en algo que en el presente parece nuevo: el Anschluss austriaco, a saber, la anexión de Austria en 1938, que en primer lugar, no fue tan pacífica como se creyó, y en segundo, fue una de las operaciones armadas más chapuceras y desorganizadas con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Resulta que la famosa y temible Wehrmacht estaba compuesta por tanques, carros de combate, camiones, vehículos motorizados y otros implementos en muy malas condiciones, que apenas podían avanzar, conducidos por soldados y oficiales tan incapaces que a cada rato tenían que bajarse para solucionar los desperfectos de sus motores. De esta manera, el Führer, para variar, se salió de sus casillas, por lo que aulló de ira y fue necesario que, en medio de este caos, se le abriera el paso para que fuese posible su llegada triunfal a Viena.
Sin embargo, en
El orden del día hay aun algo más revelador y terrible que todo lo que hemos dicho. Las grandes firmas que hicieron posible el control absoluto del poder por parte de Hitler, no tuvieron remilgo alguno para contratar a trabajadores en estado de esclavitud, provenientes de los campos de concentración, para hacer funcionar sus fábricas: se trataba, sin excepciones, de prisioneros al borde de la inanición que en el 90% de los casos murieron como consecuencia del deterioro en el que se hallaban. Hoy en día, estas reputadas sociedades siguen siendo la base de la economía germana y buena parte de la europea. Así este título pasa a ser, tal como lo expresó un crítico francés, una lección de literatura y una lección de moral política.