En las últimas semanas, los acontecimientos políticos se han sucedido con un frenesí propio de otros tiempos. Mucha gente se hace la pregunta: ¿No le podría pasar otra vez al Presidente Piñera lo que le ocurrió en su primer mandato, cuando a pesar de la reconstrucción posterremoto, de la heroica salvación de los mineros, de los buenos números económicos y de una gestión más que aceptable, su popularidad cayó en una espiral que recién se detuvo a la hora de las despedidas?
Adelanto una respuesta: creo que no.
Su elección fue diferente. Lo de 2010 fue un accidente, fruto de la división de la Concertación y un débil candidato de sus filas. Esta vez Sebastián Piñera tuvo a su favor una marea política de vasta raigambre social e ideológica, que vio en él la respuesta a dos aspiraciones sentidas, como son orden y crecimiento económico. No fue un mal menor, como otrora, sino un candidato que despertó entusiasmo y alcanzó una amplia mayoría, en parte en reacción a los temores que despertó el gobierno saliente. Muchos dirán: "Aún no da muchos frutos, pero es mi gobierno", algo que pocos decían en la experiencia anterior. Este vínculo emocional con el que ahora cuenta le permite sortear mejor las turbulencias por las que debe atravesar cualquier gestión gubernamental.
La fisonomía de la actual administración también es diferente. Esta vez el Presidente incorporó de entrada a personajes con tonelaje político propio, lo que porfió antes de hacer en el ejercicio anterior. Si bien se reservó algunos gustos personales, no tardó en darse cuenta de su error y rectificó, como sucedió en los casos de su hermano Pablo y de los ministros Varela y Rojas. El ego ahora está domesticado por el pragmatismo.
A diferencia de 2011, la caída en las encuestas ha dañado más al Gobierno y a los ministros que al Presidente -o, para decirlo de otro modo, la aprobación a su figura es más robusta que la del equipo que lo acompaña-. Pero el Presidente sabe que este saldo se puede desvanecer, y su popularidad ser hundida por el deterioro de la evaluación del Gobierno. Para evitarlo había que hacer un cambio de gabinete, y no trepidó en hacerlo. Aprovechó de deshacerse de un ministro que parecía empeñado en poner de relieve el talón de Aquiles del propio Presidente: el elitismo. Y accidentalmente, con la posterior exoneración de Rojas, pudo reafirmar su posición ante el tema de los derechos humanos. Superado el alboroto inicial, apostaría a que el ajuste ministerial será positivo para el Presidente.
Creo que también las expectativas esta vez se han manejado mejor. Ellas siempre se agitan en épocas de elecciones, de donde nació lo de "tiempos mejores". La vez anterior, sin embargo, en lugar de ponerles freno, como es habitual, el Presidente Piñera se dedicó a excitarlas con comparaciones hirientes y eslóganes altisonantes. No ha sido el caso, al menos hasta ahora.
Hay, no obstante, una amenaza. Cuando la centroderecha está en La Moneda, la gente se hace ilusiones sobre cuestiones muy concretas, como empleo, remuneraciones, seguridad; a la centroizquierda, en cambio, se le formulan demandas más abstractas: dignidad, participación, igualdad; cosas de ese estilo, que son a la larga más fáciles de administrar o sublimar. Esto le podría pasar la cuenta al Gobierno: expectativas no satisfechas en aquellas materias tangibles sobre la base de las cuales sus adherentes lo eligieron; algo que el mismísimo Presidente, inquieto por las encuestas y a falta quizás de un relato más comprensivo, vuelve a sacar a colación una y otra vez. Alguien debería advertirle que con esto podría estar apagando el fuego con bencina.