Camino por las calles y callejuelas de Cartagena de Indias, Colombia, con un ejemplar de "El amor en los tiempos del cólera", de Gabriel García Márquez, bajo el brazo. Lo releo después de muchos años, su prosa me embriaga más que la primera vez. Leer al narrador colombiano impregnado de esta humedad caliente que te cambia el cuerpo es distinto a leerlo desde nuestra fría latitud sureña. Intento sortear a los vendedores de baratijas, los raperos acosadores y los que ofrecen paseos a las islas. Cierro los ojos y pruebo a sentir esa Cartagena abandonada, casi en ruinas, la ciudad como era cuando García Márquez la vio por primera vez: una ciudad sin turistas, pero sobrepoblada de muchos fantasmas de su agitada historia. Quiero imaginarme cuando el escritor colombiano llegó aquí, muy joven, huyendo del caos político y social que se vivía en Bogotá. La pensión donde se iba alojar se había incendiado y el joven que apenas tenía unos pesos en los bolsillos decidió dormir en el banco de una plaza, ignorando que el toque de queda impuesto en todo el territorio nacional también había sido decretado en esta ciudad entonces a trasmano, olvidada, casi inexistente. La policía se lo llevaría detenido. Era el rito de iniciación que sellaría los destinos de la ciudad y del narrador para siempre.
Hay ciudades olvidadas que esperan mucho tiempo hasta que aparezca alguien que las narre o las cante y les dé una segunda oportunidad, una segunda vida. Así pasó con Alejandría y Kavafis, con Lisboa y Pessoa. García Márquez, Melquíades de la palabra, alquimista nato, pudo decirle a Cartagena algo parecido a lo que le dijera Baudelaire a París: "Me diste tu barro y yo lo convertí en oro". En este caso, tal vez, él le debe haber dicho: "Me diste tu polvo y lo convertí en oro". Cartagena a lo largo de su historia ha sufrido muchos ataques y destrucciones, el acoso de los piratas, las batallas sangrientas de la Independencia. Hubo ladrones y piratas que se enamoraron de ella. Gabriel García Márquez también vino a robarle sus tesoros, pero sus tesoros más intangibles: sus historias. Todo escritor es un ladrón de fuego.
Finalmente llego, después de perderme varias veces, al claustro que perteneciera a una congregación y ahora a una universidad. Ahí está, en el centro del patio, la mitad de las cenizas de García Márquez. La otra mitad está en México. Me doy cuenta de que no traigo conmigo flores amarillas, que tanto le gustaban a "Gabo", para dejar sobre su tumba. Estoy solo frente a su soledad definitiva, la soledad de todo hombre sobre esta tierra. Me emociono. Los escritores nos regalan la ilusión de que no estamos solos, de que hay un cuento que contarnos, una maravillosa mentira que impide que nos devore la melancolía. Recuerdo a Sancho llorando desconsoladamente frente al lecho de agonía del Quijote, cuando este dice que él ya no es el Quijote sino Alonso de Quijana. Sancho no soporta esa súbita lucidez de su compañero de ruta y le pide que vuelvan a salir al campo vestidos de pastores, de cualquier cosa; es decir, que sigan vistiendo de cuentos la insoportable desnudez de la vida. Pero tarde o temprano se acaban las mil y una noches, y Sherezade o García Márquez ya no están para decirnos al filo del alba: "Había una vez".
Afuera la ciudad bulle de embaucadores de todo tipo, de vendedores de pomadas, cuentas de vidrio, viajes a la isla del tesoro. Pero en este silencio de claustro están las cenizas del embaucador más grande de todos y siento en el aire el mismo olor de almendras amargas que el doctor Juvenal Urbino sintió cuando entró en la pieza y vio el cuerpo muerto de su amigo Jeremiah de Saint Amour en "El amor en los tiempos del cólera". ¿Pero qué fue lo que mató a García Márquez al final de sus días: también la melancolía? Salgo a la calle a buscar flores amarillas. ¿Dónde encontraré flores amarillas tan perfumadas que puedan atenuar este olor fuerte y penetrante de almendras amargas?