Me parece que es en la película "Fitzcarraldo" donde una embarcación avanza en el silencio por un cauce flanqueado de selva. El silencio no es tal, se trata simplemente del estado de escucha en que se encuentran los tripulantes, tratando de descifrar amenazas en las riberas boscosas, en medio de gritos cruzados de monos y de graznidos y ululaciones de pájaros.
Un barullo similar se puede sentir cuando uno se interna por las pasarelas de la jaula de los pájaros en el zoológico de Santiago. Si en ese trámite cerramos los ojos por un instante, pareciera que asistimos a una performance de la locura o que estamos atrapados en una obra de John Cage.
De cualquier forma, se trata de un mundo acogedor, al que uno podría aproximarse para buscar alivio mental, tal como lo hace al escuchar las olas golpeando en las rompientes o el viento de los bosques en una tarde de tormenta.
Curiosamente, nos tranquilizan los sonidos de la naturaleza, aunque correspondan a situaciones intolerables, como las oscilaciones de las masas de agua negra en el mar de la India o los desgarramientos rocosos del interior de los volcanes. Lo que, en cambio, experimentamos como tóxico, es el ruido general emitido por el ser humano, ruido que -a diferencia del otro- viene con la carga del significado.
Probablemente es la actividad decodificadora a la que nos obliga la humana enunciación lo que nos parece horrible en su exceso y banalidad. Hasta el trompetazo del músico callejero entra en esta categoría, al asociarse el ruido mismo a una intención comunicativa.
"Atiéndeme, quiero decirte algo", era el verso inicial de un empalagoso bolero de los viejos tiempos (¡cuántas tautologías!) y en cierto modo resume la amenaza que percibimos en el lenguaje de los otros. Una saturación del recurso de la significación justifica nuestra fobia. Por momentos el mundo parece una pesadilla sonora en la cual se apela a nuestra atención de modo ininterrumpido: publicistas, agitadores, políticos, profesores, comentaristas, poetas de micrófono, todos necesitan ser no tan solo escuchados, sino además entendidos. Son como organismos celulares de la significación, puestos en el camino para que esa abstracción complete sus complicados círculos.
Si uno hubiera permanecido en el desierto durante un lapso inconveniente, el sonido a la distancia de una conversación humana nos resultaría reconfortante y reconoceríamos en él algo propio que estuvimos a punto de perder. Otra cosa es la vida del habitante de la ciudad, el que ve que su energía merma, que su sueño se acorta, que la plata no alcanza, que el amor no resulta, en fin, digamos un vapuleado habitante de la ciudad. Si le preguntan por las palabras de los otros dirá que ve en ellas casi puras cosas malas: infatuación, autobombo y falsas promesas.