La última guerra , primera novela del holandés Daan Heerma van Voss (1986), merece las palabras que le dedica Herman Koch, su compatriota, hoy el autor más famoso de los Países Bajos: "Van Voss es incapaz de escribir una sola frase anodina. Su obra posee una madurez y un alcance insólitos en un joven de apenas treinta años". En efecto, de comienzo a fin,
La última guerra parece haber sido concebida por alguien que posee la seguridad que solo dan años de práctica, por un autor que muestra aplomo, que sabe hacia dónde se dirige y que, pese a las salvedades que indicaremos, enfrenta con coraje y certeza temas que hoy son candentes en Europa y en buena parte del resto del mundo. Ellos dicen relación con la crisis causada por el flujo migratorio; con el racismo y los prejuicios asociados a este fenómeno; con la memoria histórica; con la ausencia de organizaciones políticas confiables; con el caos producido por los nuevos populismos y con otros asuntos afines. Desde luego, todo lo anterior sería pura abstracción, si no fuera porque Van Voss también narra una historia principal convincente, con personajes reales y cercanos, por lo general gente perdedora o frustrada que, o bien carece de proyectos de vida o si los tiene, no está en condiciones de llevarlos a cabo.
Abel Kaplan, el protagonista, un literato constantemente bloqueado, se hace siempre la misma pregunta: ¿cómo saber qué clase de hombre eres si nunca has tenido que sobrevivir a una guerra? Su existencia cotidiana es una maraña de confusión que no puede comprender: casado con Eva, vive separado de ella desde hace años, pero acepta el rol de marido para las suntuosas recepciones que su mujer, exitosa ejecutiva, da cada cierto tiempo en su amplia mansión. Abel, además, adopta el apellido de Eva para pasar por judío, lo que le permite trabajar en un liceo multicultural, regido por Duifman, actual amante de su esposa. Esa mentira es el comienzo de una cadena de engaños que revelan un mundo tan vacío como la página frente a la cual encalla cada mañana. Por añadidura, está al borde del alcoholismo y es en estas circunstancias cuando conoce a Ibrahim, alumno musulmán del colegio donde enseña, que es objeto de atroces actos de matonaje. Sus intentos por ayudarlo consiguen la expulsión del muchacho y su propio retiro del establecimiento. Un día, tras uno de los festejos de Eva, maneja ebrio por las calles y da con un edificio custodiado por guardias armados, que claramente no son policías, sino personal especializado en la represión.
Aquí entra a tallar Judith, pareja de Abel, de genuino origen israelí, otra joven sin rumbo fijo, aunque demuestra ser valiente, comprometida y ama al héroe. Así, averigua que el misterioso edificio es un centro de refugiados gitanos provenientes del Este, cuya suerte es, en el mejor de los casos, dudosa. Y esto nos lleva a distintas construcciones ocupadas por diversas etnias, donde las condiciones son pavorosas, pues estas personas apenas reciben comida y permanecen sin la más elemental higiene. Ni corto ni perezoso, Abel secuestra a un niño, se lo lleva a vivir a su casa en situación de clandestinidad y termina por involucrar a Judith en sus maniobras. A continuación, tenemos latas disquisiciones sobre la legislación nacional e internacional en torno a los asilados, a ratos poco asequibles para nosotros, entremezcladas con extensos tramos de la historia reciente, junto a exposiciones acerca de música, psicoanálisis, pintura y mucho más.
El padre de Judith es un sobreviviente de Auschwitz quien, durante su cautiverio, elaboró un diario, detallando en forma pormenorizada todas sus experiencias en ese campo de exterminio. Curiosamente, el núcleo de ese manuscrito relata los sobrehumanos y peligrosísimos esfuerzos que él, junto a dos prisioneros rusos y otro rumano, llevaron a cabo para salvar a un joven gitano, escondiéndolo y alimentándolo como pueden debajo de unas tablas, en la barraca asignada por los carceleros. El paralelo entre esta titánica lucha y la que efectúan Abel y Judith es evidente, pero hay muchos más: los nombres Abel, Abraham y Eva se repiten una y otra vez.
La última guerra consiste, a la larga, en una sucesión de hechos semejantes, aunque estén separados por décadas; las intrigas son recurrentes, los episodios pueden haber pasado en 1942 o en 2016; los actores podrían ser víctimas o victimarios, de modo que hay numerosos pasajes poco claros o de frentón oscuros.
El punto de inflexión en
La última guerra , y también el momento decisivo para Abel, acontece cuando Judith le entrega el diario de su padre, que también se llamó Abel. Ya al comenzar a ver sus páginas iniciales, descubre que su vocación renace, que va a publicar un libro único, que esta es la última y definitiva oportunidad que se le presenta para salir del marasmo y que, gracias a tal hallazgo, podrá concebir un texto auténticamente original sobre la ocupación nazi, enlazado con el presente. El problema, que para el lector se presenta como algo manifiesto y que Abel desconoce, es que nada nuevo puede surgir de ese material, por más que se asesore con eminentes catedráticos sobre el Holocausto y materias conexas. El otro escollo es mucho más grave: la inspiración de Abel nace gracias a la involuntaria generosidad de Judith y descansaría básicamente en el plagio. Solo en el desenlace sabremos la solución a esta discrepancia y solo entonces
La última guerra adquiere dimensiones artísticas.